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TODO SE INTERPRETA

jueves, 27 de abril de 2017

TODO SE INTERPRETA

JOSÉ TERÁN TRUJILLO

“Todo hombre quiere fijar sus pensamientos e imágenes”
Alain (Émile-Auguste Chartier)

Desde que nacemos vamos siendo educados, mejor dicho, socializados, pues la educación, en el amplio sentido de la palabra, se adscribe entre otros agentes socioculturales, no de menos importancia, que son integrados en nuestra personalidad  y que nos facilitan tanto nuestro entendimiento social como nuestra adaptación a la sociedad. Ahora bien, las infinitas y variopintas interacciones, vicisitudes y aconteceres con los que se tropieza nuestra vida van forjando o modelando nuestra peculiar y propia personalidad. Es desde este punto de partida, desde donde quiero resaltar la respuesta del artista. El artista cuenta con una aptitud especialmente sensible frente al mundo que le rodea; es un individuo que ha desarrollado tanto su creatividad como su capacidad de comunicar lo sentido, mediante el buen uso del talento y de la técnica, de tal suerte que es capaz de evocar sentimientos en aquellos que contemplan su obra.
        Me parecería por tanto oportuno (aunque no es el cometido de esta intervención) contextualizar al artífice para entender su respuesta, ya que todas las artes soportan convenciones sociales frente a las cuales se generan distintas expresiones o interpretaciones de la realidad. Es el arte el que explica los resortes de una sociedad.
        Del mismo modo, resulta pertinente mencionar en el caso de Baruch Elron, la gran influencia del pensamiento surrealista, que le proporcionó los pinceles con los que manifestar su revoloteo vital. Recordemos que la de la obra surrealista es lo maravilloso inspirado en el simbolismo y en el mundo de los sueños. Esta corriente pretende crear  una obra positiva sirviéndose de la imaginación y así sacar a la luz un universo rico en fantasía.
        Efectivamente, existen características muy particulares del surrealismo que se pueden observar en la obra del pintor. Podríamos decir que en sus trabajos se sirve de la ilusión para traducir la poesía del subconsciente en realizaciones plásticas. Trataría así de responder al mundo, a través de un pensamiento desprovisto de lógica, donde descuida toda preocupación estética o moral, aunque no por ello mermado de intención.
        No cabe duda de que una obra finalizada es una proyección de su autor, pero precisamente por el hecho de estar finalizada adquiere una consentida autonomía vulnerable a la libre crítica e interpretación, aunque diste mucho del fin para el que fue creada. Dicho de otro modo, la obra adquiere una significación propia.
        De igual forma, frente a una misma obra no hay una experiencia estética única, ni más legítima que otra. Las obras de arte actúan sobre públicos diversos; sobre variaciones estéticas y culturales del sentido que se le da a lo percibido.
        De este modo, el sentido de un cuadro no se reduce al análisis de su iconografía o de sus formas sino también al conjunto de actos de significación que se producen frente a la obra. Se trataría también de un juego del lenguaje visual asequible a cualquier prisma por ajeno que este sea.
        En este entramado de interpretaciones: la del artista con la realidad y su respuesta en la obra, la de la obra con el autor, el estudio de su técnica y de sus propósitos, y la interpretación del otro público con la obra como ente independiente, quisiera dejar yo la mía, dando rienda suelta a lo que la mirada me insinué, siempre claro, consciente de mis limitaciones.
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EL RELOJERO

El motivo que inspira la puesta en escena de relojes desvirtuados es inequívoca e irremediablemente una reflexión sobre el tiempo. Por legado cultural y semejanza plástica el cuadro recuerda a los “relojes blandos” de Salvador Dalí, donde los artilugios se derriten como metáfora de la efímera naturaleza humana.
        En este caso Baruch Elron nos propone una quimera. Una visión de cómo al hombre se le suministra un bien escaso que,  por experto que sea en su tratamiento, siempre le es ajeno. El tiempo es oro, huevos de oro. El tiempo es un recurso dosificado por la eternidad.
        Nuestra presencia pasajera se plasma en el lienzo del pintor a través de alegorías volátiles. Se hace uso del ave como entidad omnipotente por su capacidad de volar. Representa la liberación de la pesadez física ya que está por estar encima de todo lo terrenal.  De este modo,  los pájaros han sido utilizados para simbolizar la figura del alma escapándose del cuerpo y, en consecuencia, como un símbolo del espíritu. Los pájaros son los intermediarios entre el cielo y la tierra, pueden ser mediadores entre los dioses y los hombres y actuar como mensajeros de la divinidad.
        Se da también en el saber popular, debido, sobre todo, a su carácter migratorio, una asociación mucho más práctica ente las aves y el tiempo. En las sociedades tradicionales donde la agricultura ha ocupado un lugar predominante, estos animales eran considerados como pronóstico. “Estas reglas de interpretación permiten previsiones a corto plazo: se sabe que lloverá cuando se ven las golondrinas volar a ras de tierra, cuando se oye cantar al pájaro carpintero... Sin embargo, se intenta también prever a largo plazo, saber sobre todo en qué momento tendrán lugar los cambios de estaciones”.
        Vemos en la obra como un pájaro, en un acto de generosidad, deja caer sus huevos relojes sobre la rama de un árbol. Mano extendida, son recogidos por el anciano relojero como si quisiera atrapar el tiempo que le garantice su longevidad. Imaginariamente el tiempo se hace viajero y transita desde su fuente: la divinidad, hasta su consumo humano, pasando por un proceso de naturalización. 
        El relojero nos mira, busca nuestra confabulación, nos hace conocedores del enigma. Al volverse hacia el espectador nos permite ver su aspecto obsesionado. Un culto al reloj que  transita  sus sentidos, los sentidos del tiempo. De este modo podemos distinguir el tacto a la hora de recibir su premio; el oído en forma de reloj de zarcillo, y la vista como monóculo graduado. De otro modo podemos decir que el individuo sufre la tiranía del tiempo al ver su determinación en relojes que se interiorizan dentro de su propia personalidad.
        No me resisto a  exponer  la sociología que desarrolla Norbert Elías en su libro sobre el tiempo y con la que me identifico; para Elías, el tiempo no es una dato objetivo de la creación natural o subjetivo (forma de contemplar los eventos basada en la conciencia humana) sino un dato social y un instrumento de orientación imposible de comprender fuera del marco de los procesos sociales y el aprendizaje humano. Es el tiempo un guión simbólico que se ha desarrollado en el transcurso de los siglos. Las infinitas interpretaciones que del concepto se hacen no contribuyen sino a magnificar su omnipresencia.
        Por último, se puede deducir que la obra del relojero, en general, expone una cierta nostalgia hacia lo que de permanente hay bajo lo cambiante, dado que nosotros estamos sentenciados y ello nos acongoja. Es porque tememos y no nos conformamos con nuestra caducidad que buscamos algo inmutable bajo los cambios, así como algo eterno y atemporal bajo el miedo a la muerte. Sin embargo el pintor asume con naturalidad dicha fatalidad y concluye con un guiño al horizonte. De esta forma nos dibuja un huevo símbolo de fertilidad, de nacimiento, de una nueva vida o, si se quiere, de una nueva generación con todo el tiempo por saborear.
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LA DANZA DE LAS MARIPOSAS

La obra que nos ocupa parece coquetear con el impresionismo. Se trata de una bella ilustración cuya casuística es posible fuera del imaginario plástico del pintor. Observamos, así, una escena campestre donde las formas están vivas e inmersas en  luz. Podríamos incluso pensar que se tratara del robado de un “paparazzi” que busca la espontaneidad de un  jugueteo sensual.
        El autor convierte al lienzo en un espacio donde atrapar un delicado instante. Se plasma, de este modo, el momento íntimo en el que una chiquilla se fusiona con la naturaleza. Este vínculo se sustenta por analogía ya que el pintor confunde intencionadamente a la ninfa con las mariposas, las equipara, es una más.
        Es habitual asociar a las crisálidas con el estado inalterado de la naturaleza. Con las presencia de la chiquilla, este equilibrio no se rompe sino que tiene continuidad. En efecto, ya hemos visto como para Baruch Elron la mujer es, por decisión, naturaleza viva.
        Lejos de toda cosmética, la chiquilla se destapa como un fruto verde, inocente e ingenuo. Destaca su bermeja melena alborotada por la ventisca. Quisiera decorar esta observación con un fragmento de Emile Zola en su obra la “Caída del abate Mouret”: “Inmensa cabellera de verdura, salpicada de una lluvia de flores, cuyos mechones desbordaban por todas partes, se agitaban en loco desorden, invitando a pensar en una gigantesca muchacha, reclinada de espaldas, con la cabeza vuelta en un espasmo de pasión, es un esparcimiento de soberbia caballera, dispersa como un estanque de perfumes”.
        Alrededor de su baja cintura se produce la coreografía de las mariposas. Como es obvio cualquier baile requiere de una música. Se me ocurre que en este momento suena “jazz” de medio ambiente, porque es sinónimo del sonido improvisado de la naturaleza. Diría más, “jazz” orquestado con instrumentos de viento, a saber: la corriente de los mechas rojas, el revoleteo del vuelo de las mariposas, el agitar de  las ramas de los árboles del fondo y algún grillo despistado.
        Captada esta majestuosa danza de hadas, queda también inmortalizada su simbología, pues las mariposas son metáfora de la inconstancia, de  lo efímera que puede llegar a ser la alegría y la belleza.
        Sabido es ya que Baruch Elron es un asiduo al simbolismo como el modo más escrupuloso de tratar la realidad. Su verdad le lleva irremediablemente a sumergirse más allá de lo evidente, olvidando el ideal de belleza como éxtasis decorativo y utilizándolo  como instrumento de comunicación. Esto nos obliga, a mi pesar, a realizar una segunda lectura del cuadro, a malear su imagen bucólica con una visión más adulta.
        Atrás quedan los balanceos del columpio, nuestra niña se hace mujer. Conversión irrevocable del devenir de las fechas, de la que se sirve el pintor para acentuar la semejanza de la adolescente con las mariposas. Si hay algo que diferencia a las aladas es su peculiar ciclo biológico. Las crisálidas por su capacidad de mutación encarnan la metamorfosis y las potencialidades del ser. De la misma forma que para llegar a ser mariposa se debe asumir el fin del ciclo como gusano, para llegar a ser mujer se debe dar por finalizada la infancia.
        Sutilmente el ilustrador nos transporta de lo estético a lo erótico. Aparece entonces, Venus como icono sexual, como sujeto provocador de pasiones masculinas. La novel mujer desliza su translúcida prenda interior,  para liberar unos glúteos sonrosados que, sin quererlo, provocan la excitación de la mirada. De otro modo, la fruta verde se hace apetitosa.
        Aunque el pintor nos alerta de la fémina. Esas sinuosidades de carne combinan bien con los serpenteos de su melena. Dicha advertencia se realiza a través del color. Las mariposas son de los insectos  más bonitos y  más coloridos del mundo, pero la nuestra es de cabeza oxidada. Las mujeres pelirrojas están asociadas a lo fogoso, al riesgo y al peligro. A lo largo de la historia, han sido víctimas de supersticiones, se las ha considerado como libidinosas, brujas, y amigas del diablo. Este detalle resulta muy acorde con la óptica que de la mujer parece tener el autor: una damisela fatal que es, a su vez, poesía.
        Para terminar querría anotar un detalle revelador. Para ello debemos fijarnos en la pose del personaje, pues la chiquilla podría guardar cierto paralelismo con una fantasía pompeyana. Me refiero a la “Gradiva” en latín, “la que camina”, figura de la narración literaria de W. Jensen. Una fábula sobre el poder del deseo, capaz de convertir la imagen en realidad viva.
        La temática del relato, motivo un estudio de Sigmund Freud: “Delirios y sueños en la Gradiva de Jensen”. Este ensayo conllevó a su vez, su adaptación a la mitología surrealista: André Masson, André Bretón y sobre todo Salvador Dalí, que identifica a su Gala con los avatares de su eterno femenino, quedaron eclipsados por su interpretación.
        La Gradiva es una muchacha romana representada en un friso de mármol, un fósil vesubiano del cual Norbert Hanold, un joven arqueólogo queda plenamente encandilado. Se trata de  la mujer soñada inalcanzable por la protección marmórea. Lo que obsesiona al chico es el encanto de la muchacha, imposible de encontrar en su espacio vital. Su porte queda reflejado en las siguientes líneas: “Levantando un poco, con un suave gesto de la mano, la tela faldera del vestido, cuyas curvas dan, más que la posición de los pies, la ilusión del movimiento”. Podemos compararla con nuestra mariposa que, con un ligero impulso de su muñeca deja caer su braguita para que sus ondulaciones acompasen el baile garboso de las crisálidas. Evidentemente, al igual que Hanold tenía a la Gradiva idealizada; en esta obra Baruch Elron nos presenta una mujer insuperable.
        En el arte mostramos admiración por lo que nos parece pleno, ya que nos eleva frente a la imperfección de las cosas y seres con las que convivimos cada día. Pero, si bien el joven de la novela despierta sus sueños en un ajuste de carne y hueso, el pintor que vengo comentando expone en sus cuadros versiones exaltadas de una mujer de la que dichosamente presume.
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EL ARTISTA COMO MÁRTIR DEL SIGLO XX

La gran repercusión que supuso la Revolución Industrial, así como los consecuentes  acontecimientos políticos y sociales acaecidos durante el transcurso del siglo XIX, transformó definitiva y profundamente el mundo occidental. Una de las muestras más evidentes fue el cambio de modelo económico. Así se pasó de un sistema fundamentalmente agrícola a otro sustentado en la industria. Se produjo un éxodo del campo a las urbes, dado que la inmensa mayoría de la población reemplazó el trabajo agrícola por los empleos industriales que ofrecían las fábricas. Esta emigración masiva creó muchas dificultades de adaptación, pues la expansión de las ciudades vino acompañada de nuevos problemas urbanos: masificación, contaminación, ruido, etc. Las fábricas, igualmente, fueron evolucionando debido a la introducción de mejoras tecnológicas y se crearon inmensas burocracias económicas que dieron lugar a un  incipiente sistema capitalista. Como consecuencia de la implantación de dicho sistema, con sus inercias aparejadas, comienzan aparecer grandes desigualdades sociales que generaron  movimientos contrarios al patrón impuesto.
        En los primeros compases del agitado siglo XX destacan numerosas reacciones y protestas contra este modelo social. Críticas a la que los intelectuales no eran ajenos. Preocupados por los cambios y por los problemas que se habían ocasionado en el conjunto de la sociedad, cultivarán numerosas manifestaciones de toda índole.
        En este contexto, el pintor nos descubre el punto de vista del artista, su postura impasible ante el asentado cambio social. Ya advertimos, al principio del texto, que el artista mantiene una actitud sensible frente aquello que le rodea. En esta obra de Baruch Elron ese talento encarnado en el artista se hace nostálgico. De esta manera, nos es retratado, literalmente, un modelo de artista que servirá a Elron como el medio más idóneo para exteriorizar su propia inquietud.
        En Pintura, un retrato es la representación de un sujeto, la estampa de un ser humano concreto. El retrato como relato visual es, desde un principio, una imagen, un  documento fijo e imperecedero de  la  existencia de alguien.
        El retrato centra primordialmente su atención sobre las facciones de un individuo, pues se sabe que el rostro es el símbolo visual de la identidad. De hecho, las fotografías de cara tamaño carné se suelen emplear para identificarnos. Sin embargo, en el arte plástico, se atiende a la “expresión visual del retrato”, se acentúa intencionadamente la importancia del gesto, la postura y la actitud del personaje representado como forma de comunicar un mensaje o un sentimiento.
        En el personaje retratado por Baruch Elron, este realce se incrementa hasta aproximarse a la figuración.  El autor remodela su fisonomía hacia un ideal. Imponiendo el compromiso figurativo del retrato y relegando a un segundo plano la identidad del retratado. No importa quién sea sino lo que representa.
        En efecto, el protagonista de esta obra aparece sentado en una mesa, pluma en mano, ataviado con un simulacro de sombrero de plumas y/o ramas casi secas y envueltas en una suerte de telarañas. Lleva diversos abalorios a juego con el sombrero y brazos desnudos: el derecho con brazalete azul y el izquierdo  totalmente tatuado en ornamentos blancos.
        Cuando un pintor introduce figuras como formas caprichosas de la imaginación no está  haciendo un retrato propiamente dicho, sino que se sirve de  la fisonomía del  sujeto para dotarle de otras acepciones. En este caso el pintor no recurre tanto al rostro del personaje como a sus atuendos, principalmente llamativo el ficticio sombrero.
        Podemos interpretar la composición de lo que he venido a llamar sombrero, como un aura que evoca y revive elementos sagrados de otros tiempos. Sus mimbres de plumas, raíces o ramas vendrían a representar a la naturaleza y a la divinidad. Las telarañas por su parte representarían la disfunción de estos conceptos del pasado en la sociedad industrializada, que, sin embargo, quedan  presentes en el artista.
        Otros detalles del cuadro dignos de mención giran en torno a la mesa. Eficazmente el artista se sitúa en un escritorio. Nos muestra así su lugar, su puesto de trabajo, un laboratorio donde transformar la realidad en arte. Nos presenta de igual forma sus herramientas, de las que cabe destacar su pluma como proyección del sombrero y de donde fluye su inspiración; y sobre todo el embudo. El embudo es un instrumento empleado para canalizar líquidos y otros materiales en recipientes. Aplicándolo al pasaje que nos ocupa, podríamos decir que el pintor intenta atrapar, a través de dicho utensilio, su experiencia en la obra, para que de este modo quede inmortalizada. Pero el embudo aparece invertido y con ojos, lo que es símbolo de locura como así se interpreta en numerosas manifestaciones medievales. El escritor que se retrata, está en contra de la razón, piensa que el irracionalismo es una valiosa fuerza vital, lo que va muy acorde con el pensamiento de Baruch Elron.
        Centrémonos ahora en el paisaje. Como se puede observar en el lienzo, el horizonte no es natural como en muchos otros, sino social. Asoman de este modo algunos personajes arquetipo de la sociedad de la época arriba indicada. Ingeniosamente, el pintor separa a estos figurantes en dos ambientes claramente diferenciados: un ambiente en auge, amanecer de la nueva clase capitalista y, como siempre, de la mujer camaleónica, estimulante, íntima y carnal; y otro ambiente en decadencia, vespertino o nocturno donde se sitúa la clase obrera. Por último, señalar que, detrás de estos tipos de vida, el pintor pincela siluetas indeterminadas que rastrean cualquier vestigio de un pasado mejor.
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SODOMA Y GOMORRA

La entrega de viñetas distribuidas en un lienzo, para representar un acontecimiento, puede resultar una estrategia acertada para transmitir un mensaje, máxime cuando se busca temporalizar y así establecer distintos ángulos visuales de una misma temática. Viñetas que se relacionan tanto implícita como explícitamente y que se comportan provocadas como  capítulos de un mismo cuadro.
        El carnaval se considera como la celebración de la entrada de la primavera. Fechas donde acontece el paso del solsticio de invierno al equinoccio de verano, donde el sol va ganando poco a poco terreno a la oscuridad, y la fertilidad de los campos a la sequía y esterilidad.
        Pienso que, este tránsito estacional, cargado de connotaciones sobre todo pasionales, es el que el autor quiere escenificar a modo de viñetas. Principalmente atendiendo a tres momentos claves que se entregan en orden inverso: la fiesta, el cambio y el orden.
        El orden, el invierno o primera viñeta, me sugiere primeras instancias que atrapadas por el hedonismo son condenadas por la fuerza de la naturaleza, siempre pura. En la zozobra de un mar abrupto, se presagia una tierra inundada y las consecuencias del mal agüero que consumió una pervertida sociedad ahogada en excesos. En esta estampa, surge, a flote, como única forma de salvación, un inmenso tablero o la simbolización del juego. Paradójicamente, lo que sobrevive al naufragio es la causa de su hundimiento. Por el “arlequinado” del tablero, se me antoja deducir que se trata del  juego de damas, aunque también cabe pensar que podría ser el juego de la guerra o ajedrez. Ambos juegos metafóricamente conducen  a la perdición del hombre.
        En el compendio de trabajos de Baruch Elron se puede recoger un glosario de elementos que cargados de simbolismo aparecen de forma constante. Elementos tales como el huevo, las plumas, el tiempo, la música, la burbuja, la mariposa, o el sombrero de copa, son utilizados continuamente como sinónimos de una significación idealizada. Más adelante comentaré alguno de ellos con detalle, pero en este momento quisiera prestar mi atención al papel primordial que ocupa la escenificación de la mujer en toda su obra. Esencia de la cual ya no podremos desligarnos.
        La visión del universo femenino tanto en nuestro pintor como en sus colegas de estilo, exalta todos sus quehaceres. La mujer como tema, la mujer como signo, la mujer como forma, la mujer como símbolo, colma su cultura visual; del mismo modo se aleja o no le interesa la mujer como género, como realidad existencial distinta al hombre.
        La  mujer se presenta como mágica y etérea. Es un ser que enriquece la imaginación y nos conduce a lo desconocido, a la vez que conecta al hombre con la naturaleza. La imagen femenina es una imagen irreal, producto del subconsciente, del ensueño, divorciada de lo concreto histórico y existencial y apta para ser manejada libremente como un objeto.
        Volviendo a la obra, se puede observar como aparece la figura de una mujer desprovista de formas, despojada de su habitual significación. La imagen femenina se yuxtapone, se mezcla con el objeto.
        En este caso la simbiosis se conjuga con una silla. Recordemos que una silla es un mueble cuya finalidad es servir de asiento a una sola persona. Las hay que son anchas, con respaldo algo alto, con brazos y balancín, las que también cuentan con brazos pero son estrechas, las que son cómodas, con brazos y respaldo bajo etc. La intención del símil parece clara. Conviene mencionar que Baruch Elron en otra de sus obras, también utiliza este mismo recurso en su analogía masculina, pero en contraposición a la mujer, el hombre aparece ataviado con traje, corbata y sombrero de copa, identificándose con lo social, cultural, o, simplemente, racional; frente a la dama desnuda, o lo que es lo mismo, la femenina naturaleza.
        La mujer no conforma únicamente un objeto útil y decorativo, sino que inevitablemente constituye un objeto erótico, un icono de pasión. Aquí se hace un empleo metamorfoseado del cuerpo de la mujer sirviéndose exclusivamente de los atributos específicamente femeninos para confundir su funcionalidad. Se podría aventurar que la mujer que lo encarna asume la libertad sexual para entregarse de modo exclusivo al que se atreva a sentarse  y de este modo alcanzar la unión total,  la fusión con la naturaleza.
        De este modo, lo femenino se recrea en un paisaje desolado de formas rocosas que acompaña a una perspectiva marina inmensa y solitaria. Un lugar donde los hombres han sucumbido.
        Ante dicha adversidad, parece que el pintor quiere brindar otra oportunidad al destino y plasma sobre el salvavidas varias esferas, burbujas como almas supervivientes de lo social. No sin su oveja negra que en este caso se hace roja, para encarnar la tentativa a la depravación o a un diablo que camaleónicamente acechara de nuevo.
        Sin cerrar los márgenes de la viñeta y como prolongación de la roca o tierra firme, el autor nos da paso a la siguiente escena: el cambio. En el horizonte de un paisaje desértico, deshabitado e infinito, tan solo entorpecido por peñascos desordenados, se nos transmite como foco un mensaje optimista acerca de la vida. Comienza a aparecer la claridad del día, empieza asomarse la luz del sol. El amanecer es el principio, el inicio del todo.
        Los colores que provoca el destello astral iluminan el cielo hasta confundirlo de nuevo con el mar. Pero esta vez se trata de un mar calmado, sereno o de igual forma, de agua dulce.
        El episodio del alba denota esperanza, renovación y superación. Sin embargo abajo, en la parte inferior de la escena, donde aún no han llegado los rayos del sol, el panorama continúa siendo sombrío. Agazapado en esta oscuridad, una esférica burbuja, símbolo del hombre, parece saltarse la viñeta para situarse en la siguiente; donde todo es aun más oscuro, ya negro.
        El tercer motivo representa la fiesta. He aquí un ambiente satírico en plena efervescencia. El concepto “carnaval” procede del cristianismo y se refiere a la validez de la carne ante  la cuaresma. Los carnavales son festejos de despilfarro moral donde al final todo vuelve a su cauce,  al orden, al bien que vence al caos, al mal.
        El carácter cristiano que finalmente se le otorgó a estas celebraciones, no impidió que se compartieran manifestaciones de origen pagano. Una de estas manifestaciones, donde estoy convencido que el pintor recrea su escena, son las fiestas romanas de purificación denominadas “Luparcades”. Estas celebraciones se hacían en honor de Lupercio una divinidad relacionada con el lobo y el Dios Fauno. Sus sacerdotes inmolaban a un macho cabrío y con su sangre se untaban la frente y luego cortaban la piel a tiras con las que hacían látigos. Seguidamente vestidos con pieles de animales golpeaban a cuantos encontraran a su paso. Las mujeres asistían gustosas a estos saraos con el deseo de ser azotadas,  en la creencia de que de esta forma conseguían la ansiada fertilidad.
        Como se puede observar en la viñeta, el eje sobre el cual gira toda la imagen vuelve a ser la figura femenina, pero en este caso se trata de una mujer muy diferente a la comentada anteriormente, ya que en épocas de carnaval se invierten lo papeles sexuales, se confunden los valores, es el mundo al revés, la contradicción. La mujer, aunque insinuante y provista de careta, se nos presenta vestida con un gran sombrero de plumas. Estas vestiduras le confieren un carácter más urbano, más social, lejos de su evocación natural. Se nos muestra la mujer negativa y destructora, embajadora del mal, que puede reducir a sombras el mundo del hombre, poseedora de lo misterioso, dominadora de fuerzas ocultas y presagio de la muerte.
        Cortejándola se encuentran dos osados, uno enmascarado con trompa de elefante y colmillos de jabalí y otro con disfraz de demonio aguileño. Ambos parecen sucumbir ante la majestuosidad femenina, a la debilidad de la carne. Al fondo se representa expectante, un  público cabruno que aguarda el momento de participar en la depravación.
        Estas fiestas populares fueron consideradas por el cristianismo como algo satánico proveniente del infierno. Igualmente los dioses a los que honra, heredados de la mitología, fueron degradados a demonios. Fisonomías que el pintor no pasa por alto, y que emplea como proyección para traspasar límites o viñetas. En este caso para  apuntar con la punta de la nariz a la última viñeta que me queda por comentar. Hueco nocturno donde lo oscuro se encuentra en un tono más claro queriendo significar lo intencionadamente apagado o escondido.
        En síntesis, Baruch Elron con esta obra ha pretendido profundizar en el subconsciente colectivo de la sociedad y señalarnos cómo el ser humano busca y necesita un equilibrio en el exceso, frente al desequilibrio o malestar de la cultura que supone el respeto a la penitencia cuaresmal o, lo que es lo mismo, al orden establecido.
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DESPUÉS DEL PECADO

Como su título indica, se recrea en esta obra una versión contemporánea fruto o desenlace del pecado original proclamado en el “Génesis”. La historia habla de la tentación, de los conceptos cuestionables de moral y de culpa, de esa definitiva infracción  a la que siguieron todas las demás.
        Es sabido que la decisión de los primeros habitantes del Edén tuvo graves consecuencias para la sociedad en germen: “El hombre, tentado por el diablo (...) desobedeció el mandamiento de Dios (...)”. El castigo, según se desprende de la relectura consciente del relato, desencadenó un ciclo eterno de dolores y privaciones, pero también significó el acceso de hombres y mujeres a la otra cara de la vida: la conciencia del paso del tiempo, del cuerpo efímero y de su capacidad para dar y recibir placer.
        El mito bíblico encierra un poderoso imaginario, cargado de posibilidades plásticas y Baruch Elron no lo pasa por alto. Nos expone en esta ocasión un lienzo donde plasma una visión satírica y burlesca de las secuelas de la inadvertencia.
        Detrás de las pirámides de Egipto se destaca la inclusión de unos seres cargados de poder negativo. Un séquito de  lo feo y lo perturbador que simboliza el mal moral.
        La mujer siempre protagonista en esta historia y por supuesto en el pintor, se nos exhibe en lencería negra, de espaldas y sexualmente provocadora. Eva se ha convertido en objeto erótico, mujer fatal, atracción de la perversión. Lejos del arrepentimiento, se presenta como fetiche del placer y dominadora de la situación. No solo sedujo a Adán hacia el pecado, sino que lo sigue y pretende seguir haciéndolo.
        Se puede observar en el cuadro como la mujer del sombrero esconde en su mano una manzana mordida que el autor quiere confundir en un mismo plano con una serie de burbujas. Pompas que se desprenden de un tubo de escape y que  encierran conforme van alcanzando el cielo las distintas etapas de la vida, a saber: el feto, la infancia, la madurez,  la vejez... Me da la impresión de que con este tropo se pretende resaltar la miseria que rodea a los hombres y su vulnerabilidad frente al mal. Se nos ha transmitido un pecado, por el que todos nacemos afectados, y que es la muerte del alma.
        Cortejando a la embajadora de la degeneración, aparecen las figuras soberanas de las sombras. De un lado, la serpiente, la que indujo al pecado; encarnación del tormento, la desobediencia, la seducción y la lujuria, así como de la astucia y la traición. Pero en el cuadro aparece como una serpiente faldera, adornada con un lazo rojo en el cuello. Se nos presenta así un reptil que, sin perder su simbología, se ha convertido en mascota del morbo femenino. Al otro lado se sitúa el enemigo de Dios. Satán en este caso ha adquirido la forma de un diablillo travieso que se aferra a la mano de su madre y que orgulloso nos mira como si fuéramos cómplices de sus intenciones. Completa las partes bajas de la obra una inapreciable bestia asimilada a un león-hombre que fuma escondido debajo de una mesa de billar. Se trata de una nueva alegoría del deterioro, del vicio, del juego y de la corrupción donde se ha  instalado la humanidad.
        Vivimos inmersos en lo que se ha denominado la cultura de la incredulidad, en un ambiente en el que el fenómeno religioso ha perdido el protagonismo social de otros tiempos y ha sido relegado a posiciones cada vez menos transcendentales.
        Tal y como se representa en la escena, en este contexto se hace necesaria una especie de renegociación, un nuevo impulso que recupere la fe perdida en Dios y ponga freno al caos. Un personaje en actitud comercial parece querer vender las bondades del Creador a la distinguida dama. Sin embargo sus productos, en otros tiempos sólidos talismanes del dogma celestial, aparecen sobre una mesa de billar con aspecto bastante desmejorado. El viejo pájaro caracterizado dista mucho de ser el espíritu divino símbolo de libertad que era. Los huevos ya no son señal de fertilidad y principio de creación sino que casi caducos se  rompen en vegetales desnaturalizados.
        Ante este panorama, el pincel vislumbra un futuro poco prometedor. Quizás para el artista, el querubín alado que cruza velozmente el lienzo, sea un signo de esperanza. Pero mientras el auxilio no  nos llegue, seguiremos recreándonos en el infortunio.
        Quisiera destacar en el cuadro, el detalle del cajón abierto de la mesa de billar. Pienso que aquí cobran importancia las bolas del juego en cuestión, más por el color que por su forma que solo contribuye al combinado estético de la obra. En efecto, las bolas de billar reiteran el mensaje que quiere transmitir el pintor. Cada color se corresponde con un elemento que sale a la palestra. La bola blanca representaría a la divinidad, la bola negra al hombre y la bola roja al diablo. Se observa como la inclinación del cajón hace que estén juntas estas últimas bolas quedando la primera más relegada.
        Por lo expuesto, podríamos concluir pensando que se trata de un cuadro denuncia. Elron acusa a la humanidad de deleitarse en lo prohibido y de hacer, por enésima vez, caso omiso a la palabra del Señor.
 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA


Alain (Émile-Auguste Chartier): “Veinte lecciones sobre las Bellas Artes”. Emecé Editores, 1955.
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