TODO
SE INTERPRETA
JOSÉ
TERÁN TRUJILLO
“Todo hombre quiere fijar sus
pensamientos e imágenes”
Alain (Émile-Auguste Chartier)
Desde
que nacemos vamos siendo educados, mejor dicho, socializados, pues la
educación, en el amplio sentido de la palabra, se adscribe entre otros agentes
socioculturales, no de menos importancia, que son integrados en nuestra
personalidad y que nos facilitan tanto
nuestro entendimiento social como nuestra adaptación a la sociedad. Ahora bien,
las infinitas y variopintas interacciones, vicisitudes y aconteceres con los
que se tropieza nuestra vida van forjando o modelando nuestra peculiar y propia
personalidad. Es desde este punto de partida, desde donde quiero resaltar la
respuesta del artista. El artista cuenta con una aptitud especialmente sensible
frente al mundo que le rodea; es un individuo que ha desarrollado tanto su
creatividad como su capacidad de comunicar lo sentido, mediante el buen uso del
talento y de la técnica, de tal suerte que es capaz de evocar sentimientos en
aquellos que contemplan su obra.
Me parecería por tanto oportuno (aunque
no es el cometido de esta intervención) contextualizar al artífice para
entender su respuesta, ya que todas las artes soportan convenciones sociales
frente a las cuales se generan distintas expresiones o interpretaciones de la
realidad. Es el arte el que explica los resortes de una sociedad.
Del mismo modo, resulta pertinente
mencionar en el caso de Baruch Elron, la gran influencia del pensamiento
surrealista, que le proporcionó los pinceles con los que manifestar su
revoloteo vital. Recordemos que la de la obra surrealista es lo maravilloso
inspirado en el simbolismo y en el mundo de los sueños. Esta corriente pretende
crear una obra positiva sirviéndose de
la imaginación y así sacar a la luz un universo rico en fantasía.
Efectivamente, existen características
muy particulares del surrealismo que se pueden observar en la obra del pintor.
Podríamos decir que en sus trabajos se sirve de la ilusión para traducir la
poesía del subconsciente en realizaciones plásticas. Trataría así de responder
al mundo, a través de un pensamiento desprovisto de lógica, donde descuida toda
preocupación estética o moral, aunque no por ello mermado de intención.
No cabe duda de que una obra finalizada
es una proyección de su autor, pero precisamente por el hecho de estar
finalizada adquiere una consentida autonomía vulnerable a la libre crítica e
interpretación, aunque diste mucho del fin para el que fue creada. Dicho de
otro modo, la obra adquiere una significación propia.
De igual forma, frente a una misma obra
no hay una experiencia estética única, ni más legítima que otra. Las obras de
arte actúan sobre públicos diversos; sobre variaciones estéticas y culturales
del sentido que se le da a lo percibido.
De este modo, el sentido de un cuadro no
se reduce al análisis de su iconografía o de sus formas sino también al
conjunto de actos de significación que se producen frente a la obra. Se
trataría también de un juego del lenguaje visual asequible a cualquier prisma
por ajeno que este sea.
En este entramado de interpretaciones:
la del artista con la realidad y su respuesta en la obra, la de la obra con el
autor, el estudio de su técnica y de sus propósitos, y la interpretación del
otro público con la obra como ente independiente, quisiera dejar yo la mía,
dando rienda suelta a lo que la mirada me insinué, siempre claro, consciente de
mis limitaciones.
*****
EL
RELOJERO
El
motivo que inspira la puesta en escena de relojes desvirtuados es inequívoca e
irremediablemente una reflexión sobre el tiempo. Por legado cultural y
semejanza plástica el cuadro recuerda a los “relojes blandos” de Salvador Dalí,
donde los artilugios se derriten como metáfora de la efímera naturaleza humana.
En este caso Baruch Elron nos propone
una quimera. Una visión de cómo al hombre se le suministra un bien escaso
que, por experto que sea en su
tratamiento, siempre le es ajeno. El tiempo es oro, huevos de oro. El tiempo es
un recurso dosificado por la eternidad.
Nuestra presencia pasajera se plasma en
el lienzo del pintor a través de alegorías volátiles. Se hace uso del ave como
entidad omnipotente por su capacidad de volar. Representa la liberación de la
pesadez física ya que está por estar encima de todo lo terrenal. De este modo,
los pájaros han sido utilizados para simbolizar la figura del alma
escapándose del cuerpo y, en consecuencia, como un símbolo del espíritu. Los
pájaros son los intermediarios entre el cielo y la tierra, pueden ser
mediadores entre los dioses y los hombres y actuar como mensajeros de la
divinidad.
Se da también en el saber popular,
debido, sobre todo, a su carácter migratorio, una asociación mucho más práctica
ente las aves y el tiempo. En las sociedades tradicionales donde la agricultura
ha ocupado un lugar predominante, estos animales eran considerados como
pronóstico. “Estas reglas de interpretación permiten previsiones a corto plazo:
se sabe que lloverá cuando se ven las golondrinas volar a ras de tierra, cuando
se oye cantar al pájaro carpintero... Sin embargo, se intenta también prever a
largo plazo, saber sobre todo en qué momento tendrán lugar los cambios de
estaciones”.
Vemos en la obra como un pájaro, en un
acto de generosidad, deja caer sus huevos relojes sobre la rama de un árbol.
Mano extendida, son recogidos por el anciano relojero como si quisiera atrapar
el tiempo que le garantice su longevidad. Imaginariamente el tiempo se hace
viajero y transita desde su fuente: la divinidad, hasta su consumo humano,
pasando por un proceso de naturalización.
El relojero nos mira, busca nuestra
confabulación, nos hace conocedores del enigma. Al volverse hacia el espectador
nos permite ver su aspecto obsesionado. Un culto al reloj que transita
sus sentidos, los sentidos del tiempo. De este modo podemos distinguir
el tacto a la hora de recibir su premio; el oído en forma de reloj de zarcillo,
y la vista como monóculo graduado. De otro modo podemos decir que el individuo
sufre la tiranía del tiempo al ver su determinación en relojes que se
interiorizan dentro de su propia personalidad.
No me resisto a exponer
la sociología que desarrolla Norbert Elías en su libro sobre el tiempo y
con la que me identifico; para Elías, el tiempo no es una dato objetivo de la creación
natural o subjetivo (forma de contemplar los eventos basada en la conciencia
humana) sino un dato social y un instrumento de orientación imposible de
comprender fuera del marco de los procesos sociales y el aprendizaje humano. Es
el tiempo un guión simbólico que se ha desarrollado en el transcurso de los
siglos. Las infinitas interpretaciones que del concepto se hacen no contribuyen
sino a magnificar su omnipresencia.
Por último, se puede deducir que la obra
del relojero, en general, expone una cierta nostalgia hacia lo que de
permanente hay bajo lo cambiante, dado que nosotros estamos sentenciados y ello
nos acongoja. Es porque tememos y no nos conformamos con nuestra caducidad que
buscamos algo inmutable bajo los cambios, así como algo eterno y atemporal bajo
el miedo a la muerte. Sin embargo el pintor asume con naturalidad dicha
fatalidad y concluye con un guiño al horizonte. De esta forma nos dibuja un huevo
símbolo de fertilidad, de nacimiento, de una nueva vida o, si se quiere, de una
nueva generación con todo el tiempo por saborear.
*****
LA
DANZA DE LAS MARIPOSAS
La
obra que nos ocupa parece coquetear con el impresionismo. Se trata de una bella
ilustración cuya casuística es posible fuera del imaginario plástico del
pintor. Observamos, así, una escena campestre donde las formas están vivas e
inmersas en luz. Podríamos incluso
pensar que se tratara del robado de un “paparazzi” que busca la espontaneidad
de un jugueteo sensual.
El autor convierte al lienzo en un
espacio donde atrapar un delicado instante. Se plasma, de este modo, el momento
íntimo en el que una chiquilla se fusiona con la naturaleza. Este vínculo se
sustenta por analogía ya que el pintor confunde intencionadamente a la ninfa
con las mariposas, las equipara, es una más.
Es habitual asociar a las crisálidas con
el estado inalterado de la naturaleza. Con las presencia de la chiquilla, este
equilibrio no se rompe sino que tiene continuidad. En efecto, ya hemos visto
como para Baruch Elron la mujer es, por decisión, naturaleza viva.
Lejos de toda cosmética, la chiquilla se
destapa como un fruto verde, inocente e ingenuo. Destaca su bermeja melena
alborotada por la ventisca. Quisiera decorar esta observación con un fragmento
de Emile Zola en su obra la “Caída del abate Mouret”: “Inmensa cabellera de
verdura, salpicada de una lluvia de flores, cuyos mechones desbordaban por
todas partes, se agitaban en loco desorden, invitando a pensar en una
gigantesca muchacha, reclinada de espaldas, con la cabeza vuelta en un espasmo
de pasión, es un esparcimiento de soberbia caballera, dispersa como un estanque
de perfumes”.
Alrededor de su baja cintura se produce
la coreografía de las mariposas. Como es obvio cualquier baile requiere de una
música. Se me ocurre que en este momento suena “jazz” de medio ambiente, porque
es sinónimo del sonido improvisado de la naturaleza. Diría más, “jazz”
orquestado con instrumentos de viento, a saber: la corriente de los mechas
rojas, el revoleteo del vuelo de las mariposas, el agitar de las ramas de los árboles del fondo y algún
grillo despistado.
Captada esta majestuosa danza de hadas,
queda también inmortalizada su simbología, pues las mariposas son metáfora de
la inconstancia, de lo efímera que puede
llegar a ser la alegría y la belleza.
Sabido es ya que Baruch Elron es un
asiduo al simbolismo como el modo más escrupuloso de tratar la realidad. Su
verdad le lleva irremediablemente a sumergirse más allá de lo evidente,
olvidando el ideal de belleza como éxtasis decorativo y utilizándolo como instrumento de comunicación. Esto nos
obliga, a mi pesar, a realizar una segunda lectura del cuadro, a malear su
imagen bucólica con una visión más adulta.
Atrás quedan los balanceos del columpio,
nuestra niña se hace mujer. Conversión irrevocable del devenir de las fechas,
de la que se sirve el pintor para acentuar la semejanza de la adolescente con
las mariposas. Si hay algo que diferencia a las aladas es su peculiar ciclo
biológico. Las crisálidas por su capacidad de mutación encarnan la metamorfosis
y las potencialidades del ser. De la misma forma que para llegar a ser mariposa
se debe asumir el fin del ciclo como gusano, para llegar a ser mujer se debe
dar por finalizada la infancia.
Sutilmente el ilustrador nos transporta
de lo estético a lo erótico. Aparece entonces, Venus como icono sexual, como
sujeto provocador de pasiones masculinas. La novel mujer desliza su translúcida
prenda interior, para liberar unos
glúteos sonrosados que, sin quererlo, provocan la excitación de la mirada. De
otro modo, la fruta verde se hace apetitosa.
Aunque el pintor nos alerta de la
fémina. Esas sinuosidades de carne combinan bien con los serpenteos de su
melena. Dicha advertencia se realiza a través del color. Las mariposas son de
los insectos más bonitos y más coloridos del mundo, pero la nuestra es
de cabeza oxidada. Las mujeres pelirrojas están asociadas a lo fogoso, al
riesgo y al peligro. A lo largo de la historia, han sido víctimas de
supersticiones, se las ha considerado como libidinosas, brujas, y amigas del
diablo. Este detalle resulta muy acorde con la óptica que de la mujer parece
tener el autor: una damisela fatal que es, a su vez, poesía.
Para terminar querría anotar un detalle
revelador. Para ello debemos fijarnos en la pose del personaje, pues la
chiquilla podría guardar cierto paralelismo con una fantasía pompeyana. Me
refiero a la “Gradiva” en latín, “la que camina”, figura de la narración
literaria de W. Jensen. Una fábula sobre el poder del deseo, capaz de convertir
la imagen en realidad viva.
La temática del relato, motivo un
estudio de Sigmund Freud: “Delirios y sueños en la Gradiva de Jensen”. Este
ensayo conllevó a su vez, su adaptación a la mitología surrealista: André
Masson, André Bretón y sobre todo Salvador Dalí, que identifica a su Gala con
los avatares de su eterno femenino, quedaron eclipsados por su interpretación.
La Gradiva es una muchacha romana
representada en un friso de mármol, un fósil vesubiano del cual Norbert Hanold,
un joven arqueólogo queda plenamente encandilado. Se trata de la mujer soñada inalcanzable por la protección
marmórea. Lo que obsesiona al chico es el encanto de la muchacha, imposible de
encontrar en su espacio vital. Su porte queda reflejado en las siguientes
líneas: “Levantando un poco, con un suave gesto de la mano, la tela faldera del
vestido, cuyas curvas dan, más que la posición de los pies, la ilusión del
movimiento”. Podemos compararla con nuestra mariposa que, con un ligero impulso
de su muñeca deja caer su braguita para que sus ondulaciones acompasen el baile
garboso de las crisálidas. Evidentemente, al igual que Hanold tenía a la Gradiva
idealizada; en esta obra Baruch Elron nos presenta una mujer insuperable.
En el arte mostramos admiración por lo
que nos parece pleno, ya que nos eleva frente a la imperfección de las cosas y
seres con las que convivimos cada día. Pero, si bien el joven de la novela
despierta sus sueños en un ajuste de carne y hueso, el pintor que vengo
comentando expone en sus cuadros versiones exaltadas de una mujer de la que
dichosamente presume.
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EL
ARTISTA COMO MÁRTIR DEL SIGLO XX
La
gran repercusión que supuso la Revolución Industrial, así como los
consecuentes acontecimientos políticos y
sociales acaecidos durante el transcurso del siglo XIX, transformó definitiva y
profundamente el mundo occidental. Una de las muestras más evidentes fue el
cambio de modelo económico. Así se pasó de un sistema fundamentalmente agrícola
a otro sustentado en la industria. Se produjo un éxodo del campo a las urbes,
dado que la inmensa mayoría de la población reemplazó el trabajo agrícola por
los empleos industriales que ofrecían las fábricas. Esta emigración masiva creó
muchas dificultades de adaptación, pues la expansión de las ciudades vino
acompañada de nuevos problemas urbanos: masificación, contaminación, ruido,
etc. Las fábricas, igualmente, fueron evolucionando debido a la introducción de
mejoras tecnológicas y se crearon inmensas burocracias económicas que dieron
lugar a un incipiente sistema
capitalista. Como consecuencia de la implantación de dicho sistema, con sus
inercias aparejadas, comienzan aparecer grandes desigualdades sociales que
generaron movimientos contrarios al
patrón impuesto.
En los primeros compases del agitado
siglo XX destacan numerosas reacciones y protestas contra este modelo social.
Críticas a la que los intelectuales no eran ajenos. Preocupados por los cambios
y por los problemas que se habían ocasionado en el conjunto de la sociedad,
cultivarán numerosas manifestaciones de toda índole.
En este contexto, el pintor nos descubre
el punto de vista del artista, su postura impasible ante el asentado cambio
social. Ya advertimos, al principio del texto, que el artista mantiene una
actitud sensible frente aquello que le rodea. En esta obra de Baruch Elron ese
talento encarnado en el artista se hace nostálgico. De esta manera, nos es
retratado, literalmente, un modelo de artista que servirá a Elron como el medio
más idóneo para exteriorizar su propia inquietud.
En Pintura, un retrato es la representación
de un sujeto, la estampa de un ser humano concreto. El retrato como relato
visual es, desde un principio, una imagen, un
documento fijo e imperecedero de
la existencia de alguien.
El retrato centra primordialmente su
atención sobre las facciones de un individuo, pues se sabe que el rostro es el
símbolo visual de la identidad. De hecho, las fotografías de cara tamaño carné
se suelen emplear para identificarnos. Sin embargo, en el arte plástico, se
atiende a la “expresión visual del retrato”, se acentúa intencionadamente la
importancia del gesto, la postura y la actitud del personaje representado como
forma de comunicar un mensaje o un sentimiento.
En el personaje retratado por Baruch
Elron, este realce se incrementa hasta aproximarse a la figuración. El autor remodela su fisonomía hacia un
ideal. Imponiendo el compromiso figurativo del retrato y relegando a un segundo
plano la identidad del retratado. No importa quién sea sino lo que representa.
En efecto, el protagonista de esta obra
aparece sentado en una mesa, pluma en mano, ataviado con un simulacro de
sombrero de plumas y/o ramas casi secas y envueltas en una suerte de telarañas.
Lleva diversos abalorios a juego con el sombrero y brazos desnudos: el derecho
con brazalete azul y el izquierdo
totalmente tatuado en ornamentos blancos.
Cuando un pintor introduce figuras como
formas caprichosas de la imaginación no está
haciendo un retrato propiamente dicho, sino que se sirve de la fisonomía del sujeto para dotarle de otras acepciones. En
este caso el pintor no recurre tanto al rostro del personaje como a sus
atuendos, principalmente llamativo el ficticio sombrero.
Podemos interpretar la composición de lo
que he venido a llamar sombrero, como un aura que evoca y revive elementos
sagrados de otros tiempos. Sus mimbres de plumas, raíces o ramas vendrían a
representar a la naturaleza y a la divinidad. Las telarañas por su parte
representarían la disfunción de estos conceptos del pasado en la sociedad
industrializada, que, sin embargo, quedan
presentes en el artista.
Otros detalles del cuadro dignos de
mención giran en torno a la mesa. Eficazmente el artista se sitúa en un
escritorio. Nos muestra así su lugar, su puesto de trabajo, un laboratorio
donde transformar la realidad en arte. Nos presenta de igual forma sus
herramientas, de las que cabe destacar su pluma como proyección del sombrero y
de donde fluye su inspiración; y sobre todo el embudo. El embudo es un
instrumento empleado para canalizar líquidos y otros materiales en recipientes.
Aplicándolo al pasaje que nos ocupa, podríamos decir que el pintor intenta
atrapar, a través de dicho utensilio, su experiencia en la obra, para que de
este modo quede inmortalizada. Pero el embudo aparece invertido y con ojos, lo
que es símbolo de locura como así se interpreta en numerosas manifestaciones
medievales. El escritor que se retrata, está en contra de la razón, piensa que
el irracionalismo es una valiosa fuerza vital, lo que va muy acorde con el
pensamiento de Baruch Elron.
Centrémonos ahora en el paisaje. Como se
puede observar en el lienzo, el horizonte no es natural como en muchos otros,
sino social. Asoman de este modo algunos personajes arquetipo de la sociedad de
la época arriba indicada. Ingeniosamente, el pintor separa a estos figurantes en
dos ambientes claramente diferenciados: un ambiente en auge, amanecer de la
nueva clase capitalista y, como siempre, de la mujer camaleónica, estimulante,
íntima y carnal; y otro ambiente en decadencia, vespertino o nocturno donde se
sitúa la clase obrera. Por último, señalar que, detrás de estos tipos de vida,
el pintor pincela siluetas indeterminadas que rastrean cualquier vestigio de un
pasado mejor.
*****
SODOMA
Y GOMORRA
La
entrega de viñetas distribuidas en un lienzo, para representar un acontecimiento,
puede resultar una estrategia acertada para transmitir un mensaje, máxime
cuando se busca temporalizar y así establecer distintos ángulos visuales de una
misma temática. Viñetas que se relacionan tanto implícita como explícitamente y
que se comportan provocadas como
capítulos de un mismo cuadro.
El carnaval se considera como la
celebración de la entrada de la primavera. Fechas donde acontece el paso del
solsticio de invierno al equinoccio de verano, donde el sol va ganando poco a
poco terreno a la oscuridad, y la fertilidad de los campos a la sequía y
esterilidad.
Pienso que, este tránsito estacional,
cargado de connotaciones sobre todo pasionales, es el que el autor quiere
escenificar a modo de viñetas. Principalmente atendiendo a tres momentos claves
que se entregan en orden inverso: la fiesta, el cambio y el orden.
El orden, el invierno o primera viñeta,
me sugiere primeras instancias que atrapadas por el hedonismo son condenadas
por la fuerza de la naturaleza, siempre pura. En la zozobra de un mar abrupto,
se presagia una tierra inundada y las consecuencias del mal agüero que consumió
una pervertida sociedad ahogada en excesos. En esta estampa, surge, a flote,
como única forma de salvación, un inmenso tablero o la simbolización del juego.
Paradójicamente, lo que sobrevive al naufragio es la causa de su hundimiento.
Por el “arlequinado” del tablero, se me antoja deducir que se trata del juego de damas, aunque también cabe pensar
que podría ser el juego de la guerra o ajedrez. Ambos juegos metafóricamente
conducen a la perdición del hombre.
En el compendio de trabajos de Baruch
Elron se puede recoger un glosario de elementos que cargados de simbolismo
aparecen de forma constante. Elementos tales como el huevo, las plumas, el
tiempo, la música, la burbuja, la mariposa, o el sombrero de copa, son
utilizados continuamente como sinónimos de una significación idealizada. Más
adelante comentaré alguno de ellos con detalle, pero en este momento quisiera
prestar mi atención al papel primordial que ocupa la escenificación de la mujer
en toda su obra. Esencia de la cual ya no podremos desligarnos.
La visión del universo femenino tanto en
nuestro pintor como en sus colegas de estilo, exalta todos sus quehaceres. La
mujer como tema, la mujer como signo, la mujer como forma, la mujer como
símbolo, colma su cultura visual; del mismo modo se aleja o no le interesa la
mujer como género, como realidad existencial distinta al hombre.
La
mujer se presenta como mágica y etérea. Es un ser que enriquece la
imaginación y nos conduce a lo desconocido, a la vez que conecta al hombre con
la naturaleza. La imagen femenina es una imagen irreal, producto del
subconsciente, del ensueño, divorciada de lo concreto histórico y existencial y
apta para ser manejada libremente como un objeto.
Volviendo a la obra, se puede observar
como aparece la figura de una mujer desprovista de formas, despojada de su
habitual significación. La imagen femenina se yuxtapone, se mezcla con el
objeto.
En este caso la simbiosis se conjuga con
una silla. Recordemos que una silla es un mueble cuya finalidad es servir de
asiento a una sola persona. Las hay que son anchas, con respaldo algo alto, con
brazos y balancín, las que también cuentan con brazos pero son estrechas, las
que son cómodas, con brazos y respaldo bajo etc. La intención del símil parece
clara. Conviene mencionar que Baruch Elron en otra de sus obras, también
utiliza este mismo recurso en su analogía masculina, pero en contraposición a
la mujer, el hombre aparece ataviado con traje, corbata y sombrero de copa,
identificándose con lo social, cultural, o, simplemente, racional; frente a la
dama desnuda, o lo que es lo mismo, la femenina naturaleza.
La mujer no conforma únicamente un
objeto útil y decorativo, sino que inevitablemente constituye un objeto
erótico, un icono de pasión. Aquí se hace un empleo metamorfoseado del cuerpo
de la mujer sirviéndose exclusivamente de los atributos específicamente
femeninos para confundir su funcionalidad. Se podría aventurar que la mujer que
lo encarna asume la libertad sexual para entregarse de modo exclusivo al que se
atreva a sentarse y de este modo
alcanzar la unión total, la fusión con
la naturaleza.
De este modo, lo femenino se recrea en
un paisaje desolado de formas rocosas que acompaña a una perspectiva marina
inmensa y solitaria. Un lugar donde los hombres han sucumbido.
Ante dicha adversidad, parece que el
pintor quiere brindar otra oportunidad al destino y plasma sobre el salvavidas
varias esferas, burbujas como almas supervivientes de lo social. No sin su
oveja negra que en este caso se hace roja, para encarnar la tentativa a la
depravación o a un diablo que camaleónicamente acechara de nuevo.
Sin cerrar los márgenes de la viñeta y
como prolongación de la roca o tierra firme, el autor nos da paso a la
siguiente escena: el cambio. En el horizonte de un paisaje desértico, deshabitado
e infinito, tan solo entorpecido por peñascos desordenados, se nos transmite
como foco un mensaje optimista acerca de la vida. Comienza a aparecer la
claridad del día, empieza asomarse la luz del sol. El amanecer es el principio,
el inicio del todo.
Los colores que provoca el destello
astral iluminan el cielo hasta confundirlo de nuevo con el mar. Pero esta vez
se trata de un mar calmado, sereno o de igual forma, de agua dulce.
El episodio del alba denota esperanza,
renovación y superación. Sin embargo abajo, en la parte inferior de la escena,
donde aún no han llegado los rayos del sol, el panorama continúa siendo
sombrío. Agazapado en esta oscuridad, una esférica burbuja, símbolo del hombre,
parece saltarse la viñeta para situarse en la siguiente; donde todo es aun más
oscuro, ya negro.
El tercer motivo representa la fiesta.
He aquí un ambiente satírico en plena efervescencia. El concepto “carnaval”
procede del cristianismo y se refiere a la validez de la carne ante la cuaresma. Los carnavales son festejos de
despilfarro moral donde al final todo vuelve a su cauce, al orden, al bien que vence al caos, al mal.
El carácter cristiano que finalmente se
le otorgó a estas celebraciones, no impidió que se compartieran manifestaciones
de origen pagano. Una de estas manifestaciones, donde estoy convencido que el
pintor recrea su escena, son las fiestas romanas de purificación denominadas
“Luparcades”. Estas celebraciones se hacían en honor de Lupercio una divinidad
relacionada con el lobo y el Dios Fauno. Sus sacerdotes inmolaban a un macho
cabrío y con su sangre se untaban la frente y luego cortaban la piel a tiras
con las que hacían látigos. Seguidamente vestidos con pieles de animales
golpeaban a cuantos encontraran a su paso. Las mujeres asistían gustosas a
estos saraos con el deseo de ser azotadas,
en la creencia de que de esta forma conseguían la ansiada fertilidad.
Como se puede observar en la viñeta, el
eje sobre el cual gira toda la imagen vuelve a ser la figura femenina, pero en
este caso se trata de una mujer muy diferente a la comentada anteriormente, ya
que en épocas de carnaval se invierten lo papeles sexuales, se confunden los
valores, es el mundo al revés, la contradicción. La mujer, aunque insinuante y
provista de careta, se nos presenta vestida con un gran sombrero de plumas.
Estas vestiduras le confieren un carácter más urbano, más social, lejos de su
evocación natural. Se nos muestra la mujer negativa y destructora, embajadora
del mal, que puede reducir a sombras el mundo del hombre, poseedora de lo
misterioso, dominadora de fuerzas ocultas y presagio de la muerte.
Cortejándola se encuentran dos osados,
uno enmascarado con trompa de elefante y colmillos de jabalí y otro con disfraz
de demonio aguileño. Ambos parecen sucumbir ante la majestuosidad femenina, a
la debilidad de la carne. Al fondo se representa expectante, un público cabruno que aguarda el momento de
participar en la depravación.
Estas fiestas populares fueron
consideradas por el cristianismo como algo satánico proveniente del infierno.
Igualmente los dioses a los que honra, heredados de la mitología, fueron
degradados a demonios. Fisonomías que el pintor no pasa por alto, y que emplea
como proyección para traspasar límites o viñetas. En este caso para apuntar con la punta de la nariz a la última
viñeta que me queda por comentar. Hueco nocturno donde lo oscuro se encuentra
en un tono más claro queriendo significar lo intencionadamente apagado o
escondido.
En síntesis, Baruch Elron con esta obra
ha pretendido profundizar en el subconsciente colectivo de la sociedad y
señalarnos cómo el ser humano busca y necesita un equilibrio en el exceso,
frente al desequilibrio o malestar de la cultura que supone el respeto a la
penitencia cuaresmal o, lo que es lo mismo, al orden establecido.
*****
DESPUÉS
DEL PECADO
Como
su título indica, se recrea en esta obra una versión contemporánea fruto o
desenlace del pecado original proclamado en el “Génesis”. La historia habla de
la tentación, de los conceptos cuestionables de moral y de culpa, de esa
definitiva infracción a la que siguieron
todas las demás.
Es sabido que la decisión de los
primeros habitantes del Edén tuvo graves consecuencias para la sociedad en
germen: “El hombre, tentado por el diablo (...) desobedeció el mandamiento de
Dios (...)”. El castigo, según se desprende de la relectura consciente del
relato, desencadenó un ciclo eterno de dolores y privaciones, pero también
significó el acceso de hombres y mujeres a la otra cara de la vida: la
conciencia del paso del tiempo, del cuerpo efímero y de su capacidad para dar y
recibir placer.
El mito bíblico encierra un poderoso
imaginario, cargado de posibilidades plásticas y Baruch Elron no lo pasa por
alto. Nos expone en esta ocasión un lienzo donde plasma una visión satírica y
burlesca de las secuelas de la inadvertencia.
Detrás de las pirámides de Egipto se
destaca la inclusión de unos seres cargados de poder negativo. Un séquito
de lo feo y lo perturbador que simboliza
el mal moral.
La mujer siempre protagonista en esta
historia y por supuesto en el pintor, se nos exhibe en lencería negra, de
espaldas y sexualmente provocadora. Eva se ha convertido en objeto erótico,
mujer fatal, atracción de la perversión. Lejos del arrepentimiento, se presenta
como fetiche del placer y dominadora de la situación. No solo sedujo a Adán
hacia el pecado, sino que lo sigue y pretende seguir haciéndolo.
Se puede observar en el cuadro como la
mujer del sombrero esconde en su mano una manzana mordida que el autor quiere
confundir en un mismo plano con una serie de burbujas. Pompas que se desprenden
de un tubo de escape y que encierran
conforme van alcanzando el cielo las distintas etapas de la vida, a saber: el
feto, la infancia, la madurez, la
vejez... Me da la impresión de que con este tropo se pretende resaltar la
miseria que rodea a los hombres y su vulnerabilidad frente al mal. Se nos ha
transmitido un pecado, por el que todos nacemos afectados, y que es la muerte
del alma.
Cortejando a la embajadora de la
degeneración, aparecen las figuras soberanas de las sombras. De un lado, la
serpiente, la que indujo al pecado; encarnación del tormento, la desobediencia,
la seducción y la lujuria, así como de la astucia y la traición. Pero en el
cuadro aparece como una serpiente faldera, adornada con un lazo rojo en el
cuello. Se nos presenta así un reptil que, sin perder su simbología, se ha
convertido en mascota del morbo femenino. Al otro lado se sitúa el enemigo de
Dios. Satán en este caso ha adquirido la forma de un diablillo travieso que se
aferra a la mano de su madre y que orgulloso nos mira como si fuéramos
cómplices de sus intenciones. Completa las partes bajas de la obra una
inapreciable bestia asimilada a un león-hombre que fuma escondido debajo de una
mesa de billar. Se trata de una nueva alegoría del deterioro, del vicio, del
juego y de la corrupción donde se ha
instalado la humanidad.
Vivimos inmersos en lo que se ha
denominado la cultura de la incredulidad, en un ambiente en el que el fenómeno
religioso ha perdido el protagonismo social de otros tiempos y ha sido relegado
a posiciones cada vez menos transcendentales.
Tal y como se representa en la escena,
en este contexto se hace necesaria una especie de renegociación, un nuevo
impulso que recupere la fe perdida en Dios y ponga freno al caos. Un personaje
en actitud comercial parece querer vender las bondades del Creador a la
distinguida dama. Sin embargo sus productos, en otros tiempos sólidos
talismanes del dogma celestial, aparecen sobre una mesa de billar con aspecto
bastante desmejorado. El viejo pájaro caracterizado dista mucho de ser el
espíritu divino símbolo de libertad que era. Los huevos ya no son señal de
fertilidad y principio de creación sino que casi caducos se rompen en vegetales desnaturalizados.
Ante este panorama, el pincel vislumbra
un futuro poco prometedor. Quizás para el artista, el querubín alado que cruza
velozmente el lienzo, sea un signo de esperanza. Pero mientras el auxilio
no nos llegue, seguiremos recreándonos
en el infortunio.
Quisiera destacar en el cuadro, el detalle
del cajón abierto de la mesa de billar. Pienso que aquí cobran importancia las
bolas del juego en cuestión, más por el color que por su forma que solo
contribuye al combinado estético de la obra. En efecto, las bolas de billar
reiteran el mensaje que quiere transmitir el pintor. Cada color se corresponde
con un elemento que sale a la palestra. La bola blanca representaría a la
divinidad, la bola negra al hombre y la bola roja al diablo. Se observa como la
inclinación del cajón hace que estén juntas estas últimas bolas quedando la
primera más relegada.
Por lo expuesto, podríamos concluir
pensando que se trata de un cuadro denuncia. Elron acusa a la humanidad de
deleitarse en lo prohibido y de hacer, por enésima vez, caso omiso a la palabra
del Señor.
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