ELENA BLANCH GONZÁLEZ
EL RELOJERO
Al observar la obra “El
Relojero” vemos que nuestra mirada se desplaza de forma contranatural al ángulo
inferior izquierdo en el que se encuentra la cabeza del “relojero”. Este rostro
secuestra el interés del observador y no podremos, hasta una segunda
contemplación, deparar en la composición global.
El conjunto de esta obra produce un gran impacto sobre el
espectador sin poder explicar, en una primera aproximación, cual es la causa y
qué elementos son los desencadenantes del efecto.
Una reflexión más serena posterior sobre esta obra me inclinó
a atribuir los motivos de la inquietud provocada a la confluencia de al menos
tres recorridos o historias subyacentes.
La narrativa, en la que emergiendo del ángulo inferior
izquierdo un relojero privado de la vista, según mi personal interpretación,
induce a contemplar el ave relojera que con sus vivos colores arroja mecanismos
del control del tiempo.
La plástica, donde una línea horizontal creada por una rama
rompe y divide el espacio. Se crea un damero imaginario con espacios vacíos
(oscuros) y llenos (luminosos). Éstos, enfrentados diagonalmente, compensan y
equilibran la distribución inestable de las masas en el cuadro.
No es posible detenernos a hablar de la cantidad de pequeños
elementos presentes en el cuadro con un lenguaje críptico para mí pero con una
rica simbología, sin duda, para muchos. Enumeraremos sólo algunos de esos: las
plumas en el aire, los relojes, un huevo eclosionado, una mano abierta, los
colores rojos del ave y el tocado del relojero... múltiples lecturas que nos
llevan a reflexionar sobre la complejidad de la vida humana.
Los elementos horizontales del cuadro merecen un comentario
específico. Destaca, de una parte, la forma sutil en que la rama con hojas del
aliso separa los dos mundos del cuadro y, de otra parte, la muy rasante línea
del horizonte que amén de justificar los colores contrastados de un ocaso,
refuerza la inusual lectura de abajo arriba que el artista consigue que hagamos
de su obra.
No puedo evitar referirme al socaire de la visión del reloj
central, a las conexiones del artista con el mundo surrealista y su inevitable
evocación del recuerdo de la obra daliniana. Ni tampoco dejar de recordar los astrólogos del pasado que conocían este arte
mecánico y casi mágico del reloj o como, bajo el reinado de Iván el Terrible,
un relojero creó un aparato para volar que muy bien podía ser el relato que
Elron nos estuviera contando.
*****
LA DANZA DE LAS
MARIPOSAS
En esta obra el
artista recurre a una representación de la naturaleza con toda la pléyade de
tópicos como un limpio cielo azulado, verdes árboles repletos de hojas, un
suelo atorado de vegetación y mariposas de múltiples colores y tamaños
recorriendo los rincones del cuadro. Pero también, y sin hurtar el paisaje, la
imagen humana de una joven de espaldas que, en este caso, ocupa casi por
completo el lienzo.
La obra muestra un gran dominio
del dibujo y nos adentra en un mundo mágico y de ensueño. Sorprende por encima
de todo la forma de componer el cuadro. La figura trazando una diagonal nos
invita a que nos sumerjamos en el idílico paisaje.
El baile curvo de las mariposas
nos hará trasladar la mirada de una a otra parte recorriendo la totalidad del
cuadro y descubriendo los sutiles pero abundantes detalles.
La dinámica pintura se equilibra con la verticalidad de los
árboles de la derecha, destaca entre ellos al fondo una forma rectangular que
nos invita al sosiego y al descanso, es un columpio que cierra la curva que se
iniciaba en la mariposa azul del centro y que seguirá en el sentido de las
agujas del reloj.
La mujer que nos presenta, llena
de erotismo y sensualidad, es joven y dinámica pero, al igual que las mariposas
que le rodean, frágil y efímera.
“Con el tiempo se pierde vigor y energía, pero se gana
equilibrio y seguridad”[1],
el equilibrio y la seguridad que nos ofrece el bosque del plano del fondo del
cuadro.
Llama la atención especialmente en la composición el primer
plano de la mujer, erguida, de espaldas y cortada a la altura de las rodillas y
la cabeza. Este encuadre nos invita a acompañarla y adentrarnos al mundo que
tiene frente a ella. El pelo suelto, voluminoso y lleno de movimiento está
dibujado con trazo suelto y seguro. Con un dominio del dibujo magistral, el
artista se recrea en el dibujo de ella y los insectos, mostrándonos su dominio
del oficio.
Es un cuadro que por los motivos y la brillantez de los
colores nos invita a soñar, rebosa alegría y nos sumerge en la primavera llena
de luz, belleza y despertar.
*****
EL ARTISTA COMO MÁRTIR DEL
SIGLO XX
En este cuadro Elron cambia la
habitual perspectiva narrativa, paisajística o descriptiva de los personajes,
sentimientos y ambiente del exterior para autoanalizar el duro trabajo de la
creación y oficio artístico.
Nos lo presenta como un camino lleno de amarguras,
decepciones y dificultades. Representa estos por espinosos cardos y al artista
como un estoico Don Quijote. Se trata de un empedernido solitario, encerrado
con su ego, ajeno a la cotidianidad y los pequeños placeres de la vida. Tan
sólo la esperanza de un efímero momento de creación, lo asemeja con un Dios
para compensar toda una vida de esfuerzo y trabajo en soledad.
“...la dialéctica con el arte forma parte de los conflictos
del yo con la existencia, en la medida en que la creación artística participa,
sin duda, de las inquietudes existenciales del artista y constituye igualmente
una parcela de la filosofía”[2].
Vuelve a estar presente en esta obra, como en la mayoría del
artista, un rico mundo de simbología en la que destaca el cardo utilizado a
modo de pincel, el brazo transparente, las esferas, el embudo invertido encima
de la mesa, la caracola, el galardón del brazo…
En la visión plástica de la obra destaca la figura del
artista, de frente, que compone el cuadro a través de dos triángulos
invertidos. La figura principal, de tamaño relevante, está centrada y sirve de
línea divisoria vertical entre el día y la noche. Destaca también una línea
horizontal dibujada por sombreros de los personajes del fondo, que destaca la
oscuridad de la parte inferior y confiere más peso visual a la cabeza y rostro
del artista.
Llama la atención del dominio muy especialmente el uso de la
técnica de las veladuras en los jirones de las ropas, en los cardos de la
cabeza y en el brazo izquierdo del artista.
*****
SODOMA Y GOMORRA
“Yahveh hizo llover sobre
Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyó estas ciudades y cuantos hombres
había en ellas”[3].
La obra diseñada como un díptico de composición horizontal se
distribuye a ambos lados de una franja negra que une dos composiciones
diferenciadas. Esta franja ocupa el tercio central de conjunto de la obra.
Enfrenta así el autor la dualidad: dos ciudades, Sodoma y
Gomorra; dos ambientes, solitario y colectivo; dos luminosidades, sol y
oscuridad; dos actitudes, promiscuidad y onanismo. Sin embargo, las dos
ciudades y todos los extremos quedan abocados a un mismo final trágico
representado por la oscuridad absoluta del centro del cuadro.
En la derecha, toda una imaginería vinculada a una exuberante
práctica sexual, erotismo para unos y sodomía para otros: gasas envolviendo el
desnudo de la stripper, máscaras de animales con elementos fálicos como cuernos
y colmillos… También vemos la cara de un anciano con la máscara retirada como
un elemento clásico de sexualidad perversa.
Todo un mundo de leyendas se nos antoja al adentrarnos
lentamente en el cuadro.
En la izquierda contrastan dos partes, la más al extremo
parece introducirse en elementos de prácticas sexuales onanistas y
fetichistas... Surge a su derecha el ocaso de un día en un paisaje desértico,
como evocación quizás del vacío de vida tras la destrucción de las dos
ciudades.
Desde la visión estética dominan los azules en los extremos
del cuadro que dejan a la gama de colores cálidos la representación de
destrucción y el fuego. El peso visual de la bailarina de la derecha posee una
gran fuerza que compensa con el blanco del atardecer de la izquierda.
Mi propuesta es realizar la lectura visual de la obra
siguiendo una espiral de derecha a izquierda para terminar girando a la
derecha, comenzando en la máscara de la mujer, continuar descendiendo por los
ojos del anciano. Su máscara es un punto rojo que nos obliga a pararnos; de ahí
saltamos a la mujer-silla de la parte izquierda que nos dirige finalmente al
paisaje desértico. Ese atardecer en la nada.
*****
DESPUÉS DEL PECADO
“Después del pecado” es un
sorprendente cuadro donde el propio título incrementa nuestro desconcierto
inicial. La fuerza del nombre condiciona inevitablemente el primer análisis
interpretativo. Cuando conseguimos alejarnos del impacto del título y
concentrarnos en el análisis minucioso de su abundante contenido, descubrimos
que cuanto más lo miramos más ampliamos su universo y ampliamos la carga
simbólica de su abundante imaginería.
Cada centímetro de la obra posee un microcosmos de objetos y
seres animados. Destaca a la derecha la figura femenina de espaldas, con un
corsé y liguero, así como pamela y guantes morados, que sujetan una manzana
mordida. Junto a la mujer un pequeño demonio sonríe y se hace cómplice de la
escena con su mirada.
En la parte baja del cuadro una serpiente de larga lengua con
un lazo rojo observa a la mujer, mientras escondido bajo la mesa se asoma la
cabeza de un curtido hombre fumando.
Sobre la mesa se asienta un ave de rapiña peluda ajena a la
escena y dos de sus huevos, uno de ellos eclosionado, del que emerge una máscara.
La pareja ocupa la escena central del cuadro donde el hombre ofrece la máscara
a la dama. Por último, una máquina expulsa burbujas que ascienden con las almas
encerradas de personajes imaginarios.
Desde la perspectiva plástica, la composición atesora una
gran riqueza colorista que nos sumerge en un aglomerado de símbolos. Toda la
obra está dominada por los colores complementarios verde y rojo, con las
excepciones destacadas de todos los objetos de la mujer que, con la única
particularidad de la manzana, están en la gama de los violetas.
La lectura visual se realiza mediante el recorrido de un arco
formado con las cabezas de las figuras. El recorrido al que nos obliga esa
disposición sigue un trayecto circular, que comienza en los ojos del ave,
continúa para detenerse en la mirada del hombre y de ahí pasa al sombrero de la
mujer, desde la que desciende hasta la cabeza del pequeño diablo y termina
ascendiendo con las burbujas desde la cabeza de la serpiente.
Son “...trozos del rompecabezas, [que] manteniendo su total
autonomía, logran encajarse en una dimensión indefinida, en un movimiento
continuo y alucinatorio a través del espacio y del tiempo, hacia la profundidad
del ser, del yo fragmentado...”[4].