DIEGO VADILLO LÓPEZ
POR LAS SUGESTIVAS TROCHAS ELRONIANAS
Escribí en su momento un
artículo de título “Las travesuras de Baruch Elron” (1) en el cual hacía manifiestas mis apreciaciones al respecto de
la obra del insigne pintor que ocupará este cooperado volumen sobre él y su
pintura. Bien, pues en el momento en que esto escribo sigo pensando que el
término no fue desacertado, ya que el bueno de Elron no llega nunca a incurrir
en lo burdo, en lo gamberro o en lo procaz, él se limita a recrearse jacarandosamente
en las realidades que frecuentaron su universo personal con la suficiente buena
suerte como para quedar a tiro de su lúdico pincel.
Lo grave queda atemperado y trascendido a muy otro estadio de
significación. ¿Se defendía?
Quién sabe. Lo cierto es que la mayor parte de sus cuadros
son auténticas superaciones del dolor y la risa (Valle-Inclán “dixit”) mas no
por la vía valleinclaniana del esperpento, pues no es esperpentismo lo que
aflora de las pinturas de Elron. No, más bien cada obra concreta vendría a
contribuir al hondo pastiche que es la OBRA toda; un pastiche político-festivo,
sacro-jacarandoso, biográfico-estrambótico... destinado a sembrar a un tiempo
el estupor y el estético placer.
Valdría el siguiente pasaje de una canción de la mexicana Julieta
Venegas (cuya mención no va a ser gratuita, como se verá más adelante): “Cómo
resisto esta belleza,/ mi alma sonríe, está de fiesta...” para expresar en una
primera instancia la sensación que me produce la obra de Baruch Elron (en
conjunto y parcialmente).
Elron es un aplicado sugeridor de lo más inesperado por
onírico, por ello no me cansaré a lo largo de estas líneas de catalogarlo y
definirlo de las maneras más variopintas (como vario es lo que pintó, valga el
juego de palabras, máxime en referencia a alguien que, precisamente, hizo del
juego parte importantísima de su actividad artístico-creativa).
Un captor de lo inmaterial es Elron: el tiempo, la belleza,
los credos, etcétera, forman parte del retablo en que se muestran sus motivos
de plástica atención, y todo dispuesto en forma de abigarrada simbología si
bien ofrecida con sencillez. Quizá sea ahí donde resida la tan aludida magia
elroniana, en trasladar al soporte que fuere el mundo exterior aprehendido si
bien previamente barnizado con todo el aditamento al alcance de la mano de un
estilista, de un usuario de la más excelsa retórica, de un orfebre de lo
sublime, de un obrador de sinestesias inusitadas...
Los cuadros de Elron son casi siempre sinestésicos, o
siempre, no en vano todos tienen musicalidad, y no solo los dedicados a la
música, que no son pocos.
Una ignota y a la vez sugerente banda sonora parece envolver
la contemplación de las pinturas de Baruch Elron.
La obra de Elron es una ventana abierta al más estimulante
universo de sensaciones plásticas, y nunca mejor empleada una metáfora ya que
precisamente la ventana fue elemento atraído de forma recurrente por nuestro
pintor. Y es que asomado a la ventana de su sensibilidad era desde donde
contemplaba cómo estaba el patio global; lo universal nos es dado por él a
través de numerosas particularidades sujetas a la actualidad, mas ofrecidas de
manera transversal. Véanse por ejemplo las ventanas con cristales rotos,
quedando pedazos en punta, auténticos “carnívoros cuchillos” (en palabras de
Miguel Hernández revisitadas por Francisco Umbral) que vendrían a traslucir la
transparencia del mal. Elron objetualiza lo inmaterial de forma lucidísima, aunque
de manera estética, lo que le resta gravedad a lo muy grave. Hace gravitar a lo
grave no dejándolo asentarse, al menos en el mundo que él señoreó.
Lo sacro es otro cantar en su expresiva mano; tiene Elron
mucha mano con lo sacro, que queda convertido en un cantar de sus cantares,
siempre distintos y estimulantes, por poco edificante que sea el “leit motiv”
último. Queda cada votiva incursión rociada con “spray” de postmodernidad, cosa
que, en el fondo, es del todo lógica, dado que lo que hacía Baruch Elron era
agregar lo que había podido asir del pasado con lo que conocía de su presente.
Se trataría, por tanto, de una labor unificadora, esa de hacer coincidir en
muchas de sus pinturas la milenaria tradición con el “prêt à porter” más
contemporáneo.
La indubitable raigambre surreal de nuestro pintor no le
evita ser portador de un estilo personalísimo; pese a ser manierista y sinuoso
por demás su trazado, no posee la daliniana languidez, es el suyo un surrealismo
más recio. Poseen sus cuadros un lánguido vigor, o quizá una vigorosa
languidez, algo similar a lo que ocurre con la voz de la ya aludida cantante
Julieta Venegas, artista, como Elron, aquejada de un cierto “fridokalhismo”.
“Todo lo que quiero se me escapa de las manos” canta Julieta
Venegas, y algo parecido es lo que ocurre en las escenas concebidas por Elron:
todo se nos escapa de las manos a los demás pese a querer aprehender lo que
allí se nos dice; no le sucede esto (intuimos) al pintor, único plenamente
consciente del entrelazado subyacente de cada secuencia.
Incluso en los ambientes más desapacibles hay matiz redentor,
no desapareciendo nunca el componente edénico ni el endémico prurito ironista.
Como venimos diciendo, todo parece escapársenos de las manos, pues por lo único
que todo parece ser atado es por la más impenitente fantasía, siendo la única
verdadera gravedad... la gravedad cero.
Pese a estar adscrito paladinamente a la escuela surrealista,
no deja por ello Baruch Elron de portar cierto dadaísmo duchampiano observable
en el suave soplo de irreverencia que impregna el aire, también incluido en la
mayoría de obras con diestro velazqueño proceder. Es ése el aire que nos
trascribe pictóricamente el siglo XX, si bien de manera ensoñadora.
Es el de Elron un “boticellismo” rociado con cierto
social-realismo preso del don de la más fantasiosa ebriedad instalada, a su
vez, en un paradójico limbo vaporosamente sicalíptico, e inquietante en
ocasiones.
Las tijeras aladas cortan el aire del universo elroniano del
mismo modo en que los firmes senos brotados en los más inimaginables objetos
nos cortan la respiración.
Lo que hace Elron es simplificar el mundo, pero lo que ocurre
es que al hacerlo usa un código muy personal que obliga a una atención sujeta a
distintos parámetros. Elron reescribe sobre lienzo, papel o madera un mundo en
el que imperan los intereses espurios; intrincado por la perfidia. Y en su
tendencia a lo sencillo, paradójicamente, su pintura se torna extraña
(extravagante) como una lluvia inesperada de chicles de fresa ácida en el
interior de un utilitario cualesquiera.
El lenguaje plástico de Baruch Elron es de una gran
intensidad sensorial e intelectual quedando engastado por entre sus escenas lo
histórico, lo pop, lo camp... Bastaría con describir lo que las escenas de los
cuadros de Elron denotan para tejer hermosas greguerías, preñadísimas de
metáfora, sinécdoque, prosopopeya, cosificación...
Ya lo dejó escrito Francisco Umbral en “Ramón y las
vanguardias” (2): “La vanguardia
maneja las magnitudes históricas con desenfado, con desenvoltura...” (3), tal como hemos visto que hace
Elron. Y abunda Umbral: “Dadá, las vanguardias y el surrealismo quieren hacer
iconoclastia y tratar la cultura anterior de una forma festiva o destructiva.
En el mejor de los casos de una manera esteticista, haciendo de un mito un
objeto, nunca una enseñanza” (4).
Además, Francisco Umbral desarrolla un mayor nivel de concreción con respecto
al surrealismo y lo diferencia del resto de movimientos de vanguardia,
mostrándose él más partidario de estos últimos: “El surrealismo, a fin de
cuentas, viene de Freud, hereda la conflictividad freudiana, la culpabilidad
judeocristiana que ha pasado al psicoanálisis a través de Freud. El surrealismo
es judío, freudiano y pesimista [...]. La vanguardia es latina, apollineriana y
optimista. [...]/ El surrealismo libera al hombre del discurso racional, pero
le introduce en el discurso onírico, que a la postre resulta tanto o más
alienante” (5), algo que, como
hemos podido ver, no ocurre con nuestro pintor, el cual se mueve con soltura
por entre diversas tendencias por mucho que transpire abundoso surrealismo.
Todo, al fin, es “baruchelronismo”, pues él trasvasa el acervo al alcance de su
mano a su manera de concebir la pintura. Es, como avisábamos, díscolo...
travieso... no del todo encasillable en nada concreto y diáfano. Pero con lo
que sí emparentó Elron en cualquier caso fue con esos juegos surrealistas que
el propio Umbral nos refiere:
“Hay juegos
surrealistas que nos parecen muy ramonianos. Por ejemplo, ‘el juego de lo uno
en lo otro’, que consiste en elegir dos objetos dispersos e irles encontrando
analogías. Así, la cerveza y una escalera. La imaginación poética empieza a
trabajar enseguida: los peldaños del alcohol del que va subiendo la escalera
de la embriaguez. Y lo que se quiera. El
vértigo del alcohol y el vértigo de la altura, de la escalera. Unas veces,
estos juegos descubren efectivamente que el mundo es uno, que todo está en comunicación
con todo y otras veces nos descubren, sencillamente, que la imaginación del
hombre puede trabajar en todas las direcciones y relacionarlo todo, desde el
momento en que ha decidido liberarse y borrar diferencias entre objetos
poéticos y objetos no poéticos [...]. Pensamiento racional y pensamiento
figurativo son los dos instrumentos que utilizan las vanguardias desde Bretón a
Apollinaire pasando por Ramón” (6).
Al fin, lo que podemos colegir
de todo lo hasta aquí teorizado es que nos hallamos ante un artista con todas
las letras, un creador plástico de raza con una notable filiación surrealista
la cual no obtura necesariamente otras vías expresivas dentro de lo que es una
ingente obra.
Cada cuadro es un orquestal conglomerado de guiños más o menos
sutiles entremezclados con las más variadas formas de alegórico disfraz, y es
que Elron es un lúdico manipulador que se recrea en la subversión paródica de
las dignidades.
Se produce en cada obra lo que podríamos definir como un
asociacionismo de lo chusco: manos-alas, picos-trompeta, bombines-nido,
chisteras-tiesto, y así... todo enmarcado en una intuitiva comicidad situada en
el “porque sí”, esa que comporta, de alguna manera, un discurso existencial
latente.
Tras el visionado siquiera de parte de la obra de Baruch
Elron es seguro que más de uno dirá que el buen pintor es un pájaro de cuenta.
Y algo de eso hay; sin ir más lejos Daniel Cahana-Levenson dedicaría un
artículo a los pájaros en la obra de Elron, pues éste es un animal harto
simbólico para nuestro artista, que lo utiliza de manera reiterada.
Cahana-Levenson, en referencia, por ejemplo, a uno de los cuadros que en este
libro se analizarán (“El Relojero”) nos habla del pájaro como proveedor de
tiempo, toda vez que en vez de huevos expele relojes de bolsillo, pareciendo
querer significar que el tiempo, como el plumado animal, también vuela. De todo
se percibe una cierta urgencia por maximizarlo (7), una urgencia que no ceja de aparecer a lo largo de toda la
obra de Baruch Elron.
También, de algún modo, aparece el tiempo en otro de los
cuadros que serán objeto de atención en esta colectiva, ese en que aparece una
joven de espaldas bajándose la trasparente braga ante la descarada presencia de
una mariposa azul. Ese cuadro está impregnado de la misma frescura que
desprende en lo que parece representar una primavera vital. Diversos tópicos
parecen en esa pintura condensados: tenemos la “descriptio puellae”, esto es,
la descripción de una joven, como se ve en la lozanía de la muchacha pintada,
siendo el cabello suelto y largo (signo de virginidad) de tonos semejantes al
oro.
En cuanto a la mariposa, éstas son símbolo de renacimiento,
ligereza, alegría y belleza, el tono azul en concreto abundaría
significativamente en el nacimiento de una nueva esperanza.
Una bandada de mariposas pasa al lado de la joven reflejando
la fugacidad de cada momento, entroncando con el “collige, virgo, rosas”,
tópico procedente del poeta Ausonio, que no es otra cosa que la invitación al
disfrute de los placeres de la vida, circunstancia que parece venir
representada por el ademán de bajarse la transparente braguita por parte de la
muchacha en una atmósfera infestada de primaverales circunstancias.
Una primavera vital que en otras obras se torna invernal,
pues, como escribía Miri Krymolowski, “Elron usa el tiempo como motivo. De este
modo se acerca más a los artistas surrealistas del comienzo del siglo XX,
especialmente a Salvador Dalí, quien ha intentado representar el tiempo como un
concepto que fluye y que escapa al control” (8), y de ahí se deduce una angustia que era la de Unamuno, por
ejemplo.
Hablábamos más arriba de la cantante Julieta Venegas y no lo
hacíamos gratuitamente, pues en algún que otro videoclip de esta artista me ha
parecido ver atmósferas muy cercanas al universo pictórico de Baruch Elron.
Invito, por ejemplo, a visionar el video correspondiente a la canción “Bien o
mal”, en él aparecen una serie de jóvenes mujeres con vaporosas vestimentas que
devoran flores de sugerentes colores con fruición, después, a lo largo del
tiempo de duración de dicho video las jóvenes evacuan las flatulencias que
parece que les ha propiciado la previa y floral ingestión. De las ventosidades
salen mariposas, transcurriendo todo en unos parajes campestres a su vez
envueltos en una onírica y suave neblina. La estética también parece entroncar
con los años setenta, apareciendo algún sillón de mimbre, por ejemplo. En
cuanto a la letra, en ella la intérprete habla de una nueva ilusión coincidente
con la llegada de alguien, lo cual no obsta para que muestre una duda de fondo,
esa que no le acaba de dejar discernir lo que está bien o lo que está mal; en
cualquier caso, las flores del video encarnan la alegría de vivir, la
conformación de nuevos horizontes, algo que emparenta a la perfección con las
mariposas que después aparecen, sobre las que también hemos teorizado ya
suficientemente.
El
microcosmos al que Julieta Venegas nos llama; merced al contenido onírico que
lo caracteriza, nos saca del mundo al uso para introducirnos en un recinto
eminentemente plástico, de ahí el mensaje musical que acompaña a las imágenes,
que parece invitar a vivir el momento, a la mera delectación aunque “a
posteriori” haya que pagar las consecuencias. Es tal circunstancia muy propia
del esteta, cuyo pensamiento se dirime básicamente en imágenes plásticas: como
ocurre con Baruch Elron, a quien me atrevería a atribuir las siguientes
palabras que (nuevamente) Umbral destinaba a Valle-Inclán: “está radicalmente
incapacitado para la abstracción, para el pensamiento puro. Su mente y su
retina se cargan de imágenes con una riqueza y diversidad asombrosas. [...]/
Así, la frase de Gide, ‘mi ética es mi estética’, se hará verdad en Valle (‘y en Elron, añadimos’) como
en nadie” (9); ojo, no pretendo
con esto ser un atrevido y desconsiderar a un artista como Elron, muy al
contrario, pues creo ver en él esa cualidad, al alcance de muy pocos, que es la
capacidad para llevar a cabo la conversión de lo más abstracto en una imagen,
la cual disparará, a su vez, el universo de posibilidades perceptivas.
Volviendo
al tema del tiempo (el “tempus fugit”), en el mismo libro que acabamos de
citar, Francisco Umbral habla de cómo vivimos esclavizados por el tiempo
concreto que nos imponen relojes y calendarios, por eso “Salir [...] al tiempo
total, sin medida, es un sumergirse en el océano del tiempo grande que nos
libera del tiempo pequeñito de los hombres”, motivo por el cual “si alguna vez
nos salimos de nuestras leyes cronométricas, en seguida experimentamos una
sensación de irrealidad” (10).
He ahí la clave que nos pone en la pista del universo
creativo elroniano.
Curiosamente, la literatura de Valle, la pintura de Elron y
el video que lustra e ilustra la canción de Venegas, pueden atender a un tiempo
determinado o concreto o estar enmarcados en él, mas tal matiz no impide que
todos ellos resulten atemporales y fundamentalmente plásticos. En el caso de
Baruch Elron, lo que se produce es una salida del tiempo cronológico para,
precisa y paradójicamente, aludir a dicho tiempo reglamentado desde
intemporales reductos creativos, porque sólo se puede ganar la perspectiva
suficiente para retratarlo de manera tan fiel habiéndose salido de él. Y una
vez hecho esto y habiendo conseguido registrar la experiencia, el pintor, que
como hemos visto posee un indubitable pensamiento plástico, nos lo teoriza
pictóricamente en cada cuadro.
El tiempo que engloba, por tanto, todo el orbe creativo de
Baruch Elron es supracronológico y destinado, en gran medida, a apuntar la
agobiante carga que es gestionar el instituido a través de las unidades de
medida mediante las que se nos administra.
Otra forma de jugar con el tiempo y de relativizarlo es el
incluir detalles anacrónicos en tan armonizada como hilarante lógica, lo cual
incide más si cabe en la atmósfera de intemporalidad que todo lo gobierna.
La estetizante huida de Baruch Elron es curiosamente una
manera alternativa, lírica, de tratar los asuntos del mundo que lo contuvo pese
a resarcirse éste del mero pálido confinamiento en el mismo. Asimiló de algún
modo el legado baudelariano, en el que “la imaginación y la capacidad de
ensoñación son las supremas facultades humanas, y cobran peculiar interés
debido a su inclinación a huir de la angosta realidad” (11). Y es que, como bien apuntaba el profesor Juan Cano Ballesta:
en un momento dado, “Charles Baudelaire alude a un arte producido por la
fantasía, al que él llama ‘surnaturalisme’, de donde surgiría el ‘surréalisme’
de Apollinaire. Al fin decide evadirse hacia bellos mundos de ensueño y
armonía, hacia una existencia luminosa, para situar en ella el esplendoroso
reino de la poesía” (12), esa
poesía que luce con luz personalísima en las pinturas de Elron.
También hay un componente autorreferencial en la pintura de
nuestro creador. Uno de los cuadros aquí incluidos (“El Artista Como Mártir del
Siglo XX”) refleja al artista con la sociedad de fondo, aquí no es él, al menos
directamente, el que aparece, sino una representación más globalizadora en la
que entendemos que se sentía inserto. Si hacíamos referencia a Baudelaire, pues
fue precisamente artista que de manera notoria contribuyó a la reubicación del
creador en la sociedad moderna, aquí no desentonará su mención, ya que a lo
largo del siglo XX el artista moderno seguiría buscando su sitio por entre un
caos que lo abocaba bien al repliegue sobre sí, bien a ser asimilado por las
tendencias. En ese juego de contradicciones había de moverse. Y Baruch Elron,
tan cercano al Bosco en tantas ocasiones, aquí no nos representa, como aquél,
piedra de la locura alguna, sino unos brotes que sobresalen de la azotea del
artista sin posibilidad de florecer, con el embudo (símbolo de la estulticia)
malencarado y siempre acechante, compartiendo mesa con un papel tan arrugado
como presumimos el alma del propio artista.
También un realista como
Gustave Courbet se incluía en las propias pinturas con motivo denunciador, como
ocurre en su célebre cuadro “Bonjour Monsieur Courbet”, en el que el pintor
aparece encarado de modo desafiante al sistema, encarnado por el banquero y su
lacayo, que, a diferencia del pintor, humilla la cerviz. Courbet reivindica su
oficio llevando a sus espaldas un macuto con sus útiles pictóricos. Elron no rehuye
la frontal realidad, mas la expresa con mayor aderezamiento imaginativo: se me
viene a la cabeza el cuadro en el que se pintó con una máscara antigás en
tiempos de amenaza química o bacteriológica. Y es que a veces es la propia
realidad la que oferta motivos de singular inverosimilitud.
Por entre todo el imaginario pictórico de Baruch Elron
adquiere fuerte presencia lo bíblico, como ponen de manifiesto sus muy
particulares interpretaciones de los pasajes de Sodoma y Gomorra y del Pecado
Original. El “extravagante” humorismo que atraen muchos de los cuadros del
pintor rumano-israelí quizá pueda quedar esclarecido por las palabras de Emilio
González-Grano de Oro cuando escribía lo que sigue:
“Cuando al despertar de cualquiera de nuestros sueños
nos sentimos espectadores distanciados de la pasada actividad de nuestra
subconsciencia, y, desde la distante vigilia el recuerdo nos lleva hacia el
instante soñado, aparece en nosotros ―si su memoria es perturbadora o
desagradable― una sensación relajante y de alivio tras el
reconocimiento de la ‘mentira’ vivida; una sonrisa, frente a lo agradable o
peregrino. Gracias a esos momentos, cada uno ha vivido ‘peligrosamente’,
haciendo quizá lo que en la vida cotidiana, con sus ‘lógicos’ planteamientos y
fronteras, no haría, desafiando no ya las leyes físicas que nos limitan, sino
las otras que nosotros mismos hemos ido creando para poder asistir
correctamente a la ceremonia de la participación social” (13).
De este modo, unas cosas se
reflejan en otras o se transfieren mutuamente características del modo más
inesperado. Y por entre los recovecos de la nueva configuración se cuelan el
humorismo, la belleza, la estupefacción...
Algunas de las fórmulas más empleadas por nuestro alquimista
conviven entre sí e intuyo que atraen hermanados humorismo y desazón. En una
columna periodística de Francisco Nieva titulada “Se puede ser artista y feliz”
(14), nuestro polifacético
dramaturgo teorizaba sobre las servidumbres y sinsabores que conlleva ser un
gran artista, a diferencia de si se opta por conformarse con ser un modrego
creador, eso sí, bien adaptado al “statu quo” imperante. Suponemos, dada la
categoría de nuestro pintor, que Elron pagaría sus tributos por ser genial, mas
al menos pudo consagrar su vida al arte, un arte que connota la cohabitación
del humor y la tragedia. Precisamente, a tal respecto respondía el novelista
peruano Bryce Echenique en una entrevista: “Creo que el humor y la tristeza
siempre se dan juntos. Mi humor [...] no es el humor de burla y escarnio. Es un
humor irónico descendiente de la línea cervantina. [...] El humor cervantino
puede ser [...] en algunos momentos, muy triste. De hecho, puede llegar a ser
el corazón mismo de la tristeza” (15).
Tales argumentaciones se me antojan claramente aplicables a la obra de Baruch
Elron en términos generales.
Por los motivos hasta aquí esgrimidos, aparte de muchos otros
que a lo largo de estas líneas no han quedado recogidos, consideramos necesaria
esta nueva visita a la obra de Baruch Elron, nueva toda vez que existe una obra
de referencia también editada por Niram Art, la escrita por el profesor Héctor
Martínez Sanz (16). Es ahí donde
se manejan las claves fundamentales de la obra y parámetros creativos de
nuestro pintor. En tal libro, además, se recopilan los principales artículos
sobre Elron. Asumiendo tal realidad, y ante lo prolijo de una obra de tamaña
calidad, este nuevo libro sobre Baruch Elron viene a seguir paliando la escasez
de obra teórica sobre el gran artista de Israel.
En el presente volumen se aúnan las consideraciones de
diversas personas, vinculadas al mundo del arte y de la cultura, al respecto de
cinco cuadros de Elron. Ello nos otorgará una mayor profundidad de análisis
pues podremos comprobar las conexiones entre unos y otros pareceres así como
las divergencias interpretativas, lo que se antoja “a priori” cuanto menos
interesante.
NOTAS
(1) “Las travesuras de Baruch
Elron”, “Revista Niram Art Israel” (Diciembre de 2010).
(2) Espasa Calpe, Madrid, 1996.
(3) Ibídem, página 65.
(4) Ibídem, página 66.
(5) Ibídem, páginas 151-152.
(6) Ibídem, páginas 153-154.
(7) “Esto no es un canto de pájaro
(la imagen del pájaro en la obra de Baruch Elron)”, “Revista de Arte y Ensayo
Madrid en Marco” (Octubre de 2011).
(8) “Los sonidos del tiempo”,
“Revista Niram Art Israel” (Diciembre de 2010).
(9) “Valle-Inclán”, Unión
Editorial, Madrid, 1969, página 32.
(10) Ibídem, páginas 47-48.
(11) “Las estrategias de la
imaginación”, Siglo XXI, Madrid, 1994, páginas XV-XVI.
(12) Ibídem, página XVI.
(13) “La ‘Otra’ Generación del 27. El ‘Humor Nuevo’ español
y ‘La Codorniz’ primera”, Polifemo, Madrid 2004, página 111.
(14) “La Razón”
(5-5-2011).
(15)
“Tribuna
Complutense” (22-1-2008), página 15.
(16) “Baruch Elron”, Niram Art,
Madrid, 2012.