Diego
Vadillo López
Escritor,
profesor y crítico de Arte y Literatura
Hay
ocupaciones profesionales cuyo buen desempeño es harto deseable dada la
repercusión que su praxis implica en la salvaguarda de la integridad de las
personas. Me refiero, verbigracia, a los médicos, a los controladores aéreos, a
los socorristas, etc. Son profesiones, las mencionadas, cuya buena o deficiente
ejecución se puede constatar en un plazo casi siempre breve. En otras, como la
política, se requiere de un mayor margen temporal para hacer cierto balance de
si fue o no adecuada una u otra decisión, salvo que hablemos de casos en los
que sea evidente la burda discrecionalidad que mueve al dirigente a optar por
una u otra decisión, o lo espurio de la adopción de determinadas políticas
públicas. En los regímenes autoritarios, donde la rendición de cuentas no es
precisamente un requisito siquiera atisbable, no existe la opción de cuestionar
ni la intención ni las consecuencias de una acción política; el responsable es
irresponsable, irresponsable en cuanto a tener que asumir responsabilidad
alguna por sus acciones. En los regímenes denominados democráticos al menos hay
la pugna, el tira y afloja, entre los responsables políticos y la ciudadanía en
la que en última instancia revierten las decisiones de los primeros. En los
últimos años, tras la última crisis del capitalismo acaecida en el entorno occidental,
el ciudadano parece haber despertado de un prolongado letargo, algo visible en
los movimientos de contestación que se han venido produciendo y que han
encontrado ciertas vías partidistas para lograr hacer entrar en las
instituciones algo de esa indignación antes vociferada en las calles. Lo malo
es que el sistema (todo sistema) es muy absorbente y diluye en no poca medida
los ímpetus de los neófitos en tan selváticos ámbitos representativos. No en
vano, el sistema instituido en la Europa del siglo pasado aboca en muy gran
medida a la separación sin ambages de representantes y representados, cosa a la
que ha contribuido sobremanera el partido como fórmula organizativa de cuadros
llamados a competir entre sí en aras de lograr el acceso a la dirección de la
gestión del Estado. Los partidos son sistemas organizativos procedentes de los
grupos de notables del siglo XVIII que fueron gestionando los diversos ámbitos
administrativos aupados en su influencia económica y social. Tal impronta
seguiría marcando al partido político incluso cuando este se hizo de masas,
pues en la cúspide de estas organizaciones seguían las gentes con mayor
instrucción y capacidad económica, sumándose a estos nuevas gentes que,
pudiendo venir de más abajo, acabarían aburguesándose.
La lógica partidista en esencia
encierra, al cabo, una lógica elitizadora, segregacionista. Quienes se sitúan
en los cuadros de mando de estas organizaciones acaban por sustraerse de las
más cardinales lógicas que los han llevado a entrar en esa ocupación[1],
acabando por instalarse una irremisible miopía, en las clases políticas de los
sistemas democráticos, perjudicial a la postre para quienes son (habrían de
ser) el motivo y objeto de su gestión (de su presencia misma en las
instituciones). Y lo que vemos es que el ciudadano muchas veces ha de
defenderse de determinadas prácticas de estos gestores, colocados muchas veces
de la manera más discrecional en determinados cargos por el hecho de que su
partido haya obtenido una serie de votos que les han dado carta blanca para
hacer y deshacer a su antojo, acertada o desacertadamente, quedando escaso
margen al pueblo para revertir errores por palmarios y flagrantes que estos
sean.
Hemos presenciado y sufrido muchas
políticas absurdas y perjudiciales para los ciudadanos, que en muchos casos
además han supuesto grandes pérdidas económicas para el erario público, pero,
salvo en algunos casos, en los que se ha podido probar la gestión ilícita, que
han terminado en sede judicial, los políticos pasan por los cargos, gestionan
de cualquier manera y aquí paz y después gloria, se acierte o no, y los
votantes que han depositado su confianza no merecen ni una explicación, pese a
ser los que sufran las consecuencias, por ejemplo, mediante la destinación de
menos presupuestos a asuntos de interés social. Es indignante ver a
autoproclamados liberales, que solo han vivido de la función pública, dedicarse
a socializar pérdidas y privatizar las empresas públicas rentables sin que nada
pueda hacer el ciudadano de a pie, a la sazón sobre quien se sostiene todo el
tinglado.
Cuando los partidos ganan las elecciones
y gestionan, dirigen dicha gestión administrativa e incontables veces sitúan a
gentes de su radio de influencia sin la formación requerida al frente de un
alto funcionariado que está ahí por oposición y que se ve atrapado en la
obediencia debida al cargo político pese a que sepan y apunten la
inconveniencia de una determinada directriz.
Así las cosas, dado que sería complicado facilitar el
concurso de todos los ciudadanos de un país en la gestión política, en cambio
se podrían debatir las más relevantes leyes y decisiones mediante consultas
plebiscitarias periódicas[2],
haciendo ver al contribuyente lo importante de su implicación. Se habría de limitar
la discrecionalidad de los políticos para nombrar cargos de confianza y de
poder situar a gentes en determinados puestos de la Administración Pública.
Además, el tiempo que los partidos
dedican a planificar estrategias electorales, para la apropiación del poder y para
mermar las posibilidades de los rivales, se habría de emplear en una gestión
verdaderamente necesaria y beneficiosa para el común.
Habría que postular una nueva forma de
encuadramiento ciudadano en función de las sensibilidades existentes en cada
comunidad, dando a dichos ciudadanos la posibilidad de poder participar en una
pugna por acceder a determinados puestos de gestión colectiva por tiempo tasado
y bajo la estricta supervisión de todos. De no ser así, la política hoy llamada
democrática seguirá siendo la lucha por el poder y la influencia de un grupo
limitado de oligarquías en pos de asirse a determinados resortes de influencia
político-financiera.
Solo mediante unas remozadas vías de
representación política en las que no queden segregados de la mayoría unos
cuantos por pertenecer a una organización u otra, o a los radios de influencia
de estas, se podrá paliar la actual disyunción entre clase política y
ciudadanía. Se necesitan vías de organización social que eleven los verdaderos
problemas del día a día a la palestra, ya que cuando los partidos manejan
determinadas cuestiones de interés general, atienden, al abordarlas, a una
serie de parámetros limitados, condicionados por agentes, también allende la
ciudadanía, que tienen acceso privilegiado a los decisores.
Hoy parece claro que los sistemas cuyo
rejuvenecimiento aquí propugnamos albergan, por otra parte, muy grandes
virtudes y salvaguardan ciertas libertades, cosa nada baladí, por ese mismo
motivo han de seguir perfeccionándose, y una forma de hacerlo es intentando
buscar vías para salvar la enorme brecha que se ha constatado entre los
gestores políticos (como clase segregada) y los ciudadanos (como comunidad
objeto de las acciones de los primeros), pues es una dedicación, la política,
con muy importantes repercusiones en el bienestar de amplias capas
poblacionales; por ello ha de caber una alta exigencia a quienes asumen un reto
que, como decimos, no es cosa poco relevante.