Raúl
Galache García
Escritor,
profesor y crítico literario
Entre
un “te quiero” y un “te voy a matar”, hay sinfín de pequeños sometimientos:
“¿con quién has quedado?”, “yo te quiero más que nadie”, “¿por qué vistes
así?”, “esa falda es muy corta”, “tú a mí no me toreas”, “si lo hago es porque
te quiero”, “no lo volveré a hacer”, “aquí mando yo”. Esta escalera de
violencia —término metafórico que suelen utilizar los expertos— está de sobra estudiada y se muestra claramente a los
adolescentes en los talleres sobre prevención de violencia machista que se
imparten en los institutos. Estas actividades son relativamente recientes, no
se hacían años atrás, y, sin embargo, cuando hablo con profesores veteranos,
todos me dicen lo mismo: sí, se ven cosas que no se veían antes.
Que el
machismo entre los adolescentes ha aumentado es cierto, tanto en los fríos
datos como en la realidad palpable; determinadas estadísticas solo confirman
sensaciones que se tienen en la calle o, en este caso, en el aula. Parece que
hay conquistas que ceden al asedio de un machismo que, amenazado, se sacude con
fuerza. Pero ¿por qué?, ¿de dónde?
Ocho y media de la mañana. Clase de
Segundo de Bachillerato. Les planteo el asunto: “los datos demuestran que el
machismo en gente de vuestra edad ha aumentado. ¿Por qué?”. No se trata de
saber si es así o no (ellos difícilmente podrían percibirlo, pues carecen de
perspectiva, al igual que solo se ve que la Tierra es redonda desde el
espacio). Las respuestas van cayendo y el coloquio se anima. “El reggaetón, que
dice cosas muy machistas”, “las películas, que te hacen ver que el chico te
tiene que salvar”, “es que está claro que las mujeres lo tienen más difícil
para todo”. Pero pienso que ellos y ellas cuentan con modelos positivos que
antes eran escasos, mujeres fuertes, que toman la iniciativa y que protagonizan
su propia vida, tanto en la ficción como en la realidad; sus profesoras, sin ir
más lejos; Anna, la heroína de Frozen;
arquitectas, empresarias…
La duda continúa ahí: ¿por qué? Sigo
pensando en ello y un par de ideas asoman como punta de iceberg: la primera es
que tengo la intuición de que estas chicas, las de la clase con la que hablo,
ya se han salvado. Ellas y ellos lo tienen claro. Un punto para la educación.
Sin embargo, sé en qué clases podría preguntar y las respuestas no serían tan
claras. Emerge la segunda idea. Al final, siempre pagan los mismos. Sabemos que
el machismo está presente en todos los estratos sociales, pero también podemos
intuir en qué ambientes familiares y sociales la llama prenderá con más
facilidad.
Planteaba
una amiga psicóloga la siguiente metáfora al respecto: cuando llega la
adolescencia, los chicos colocan sus valores en una estantería como si fueran
muñequitos de peluche. Después, sacan una escopeta y disparan. Los que
sobreviven se quedan con ellos para toda la vida. El problema está en que
ocurre que algunos llegan al instituto con las estanterías ya ocupadas por
monstruos y es difícil echarlos de ahí. Otros las tienen vacías y tampoco es
fácil llenarlas. Se puede, en los dos casos, claro que se puede y, de hecho, se
hace. Cada vez que se consigue es un gran éxito silencioso, una gran victoria
sin himnos. Sin embargo, cuando el desprecio hacia la mujer está arraigado en
el esquema de valores de un adolescente, es difícil expulsarlo o compensarlo.
Cuando el machismo llega ya impuesto desde la familia y el entorno social más
cercano, la escuela debe derribar tantos muros que a veces se queda en el
arañazo. Además, a menudo coincide con que son chicos que no acaban de encajar
en el sistema educativo, por lo que rechazan con vehemencia todo lo que
provenga de él.
Me voy
de la clase recordando lo que suele repetir José Antonio Marina: debe educar toda la tribu. Tal vez algún
día acabe siendo así y la educación ocupará el primer puesto en las
preocupaciones de los ciudadanos y en el interés de todos los órganos de poder.
Hasta entonces, y como siempre, los profesores seguiremos ahí, en la trinchera
contra la desigualdad y la discriminación, sin saber bien qué decir cuando se
nos acusa de tener demasiadas vacaciones. O callando por mera educación.