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DIEGO VADILLO LÓPEZ: Valle-Vian y Boris-Inclán (Artículo)

miércoles, 1 de marzo de 2017


VALLE-VIAN Y BORIS-INCLÁN (Artículo)
Deformaciones “certero-valle-inclanianas” en El otoño en Pekín, de Boris Vian, una atinada radiografía de la intemporal ausencia de sentido privativa del género humano

Diego Vadillo López
Escritor, profesor y crítico de Arte y Literatura

Tras leer El otoño en Pekín, de Boris Vian, me llama la atención lo actual de dicha novela toda vez que el mundo a día de hoy sigue transitando por muy parecidas sendas a aquellas hacia las que nos incita el polifacético novelista. Parecieran algunos de los personajes que desfilan por el argumento inspirados en ciertos gestores de lo público que hemos tenido (y seguimos teniendo, por ejemplo, en España). Amadís Dudu (el protagonista) lleva a cabo la misión de construir un trazado ferroviario en medio del desierto de la ficticia Exopotamia, algo parecido a lo que hiciera con insólito y a priori injustificable tesón y empeño el célebre Fabra en Castellón cuando inició el proyecto del aún hoy desolado aeropuerto de dicha provincia.
            La tremenda sátira social que comporta esta novela no desdora ni las habituales cualidades imaginativas, ni los chocarreros ardides tan característicos de Vian. Pareciera haber aprendido nuestro novelista algunos recursos de Valle-Inclán, como son el esperpento y el duplo denotación-denostación, fórmulas no precisamente piadosas con las que ambos dan forma a sus desaforados personajes, imagen deformadora y estetizante del mundo real, más bronco este último, por otra parte, si se lo mira con cierta perspicacia.
            Vian hace brotar el absurdo en un desierto poblado de personajes que se mueven haciendo gala de una alegorizada desvergüenza. En paralelo discurren dos operativas, una sobre la superficie (el trazado ferroviario) y otra subterránea (las excavaciones del arqueólogo Atanágoras). Llena nuestro novelista el vacío del terreno desértico con una serie de oferentes de más vacío, radicando ahí el trasfondo existencial de la obra. Como Valle-Inclán, Boris Vian hace gala en sus novelas de un expresionista existencialismo.
            Los personajes se mueven entre lo truculento y lo repugnante; carentes de los más mínimos valores éticos, son guiados por los más bajos instintos, emparentando con los de Valle-Inclán (cf. verbigracia Divinas palabras). Ambos autores vivieron tiempos de mucha conflictividad civil a nivel mundial, quedando impregnada en sus respectivas sensibilidades la violencia y la irracionalidad, ingredientes que ellos supieron trasladar con plástico-literaria pericia a través del mecanismo que anticipara Valle-Inclán: la “cóncavo-especularidad”, que es un sistema deformador mediante el que se logra hacer, mediando el talento, brillante literatura con los más desapacibles mimbres de la sociedad.
            Los dos hacen uso del recurso guiñolesco cuando de manejar —de las más fascinantes y desapacibles formas— a sus personajes se trata. Los dos animalizan a los humanos, humanizan a los animales y vivifican a lo inanimado. Esto último, en el caso de Vian seguro que debe mucho a su condición de ingeniero. Por ejemplo, en la obra que nos ocupa se pueden ver varios pasajes en que hace uso cumplido de la prosopopeya: “El motor estornudó, soltó un eructo malintencionado y dio contramarcha”, “¿Verdad que durante toda mi vida no dejará usted de reprocharme la muerte de aquella silla?”, “Angel se levantó y los muelles de la cama gimieron suavemente”, “Los frenos gritaron, el vapor reventó de risa y el convoy se agitó paulatinamente con un ruidoso regocijo”. Un cierto prurito animista hay en las obras de Vian, el cual es compaginado con la abyección de los personajes humanos: “Dupont, hijo de laboriosos artesanos, los había matado a fin de que parasen de una vez y pudieran descansar en paz. Huyendo de las felicitaciones ostensibles, vivía retirado una vida de religión y sacrificio, esperando ser canonizado por el Papa antes de morir, como el párroco de Focault mientras predicaba la Cruzada”, “—¿Cómo? —dijo Pippo—. ¿Demoler el famoso hotel Barrizone? Pero si el que prueba una vez mis spaghettis a la boloñesa ya no se olvida de La Pipa en toda su vida…/ —Lo lamento, pero el decreto ha sido firmado. Tenga usted en cuenta que se le requisa el hotel por causa de utilidad pública./ —Y yo ¿qué? ¿Qué carajo tengo yo que ver con todo eso? O sea, que no me queda otra que volver de trinchador jefe, eh./ —Se le indemnizará a usted. No inmediatamente, por supuesto”.
            La incomunicación impera en El otoño en Pekín pese a que los personajes no dejan de interaccionar entre sí: “En Exopotamia había mucha gente, porque se trata de un desierto. A las gentes les gusta reunirse en el desierto debido a que hay mucho sitio”.
            También “vegetaliza” a algún personaje: “Y dejó allí plantado a un Amadís aturdido, cuyos pies comenzaron a echar raíces, ya que, bajo la capa superficial de arena, en aquel terreno todo prendía rápido”.

            Al fin, Boris Vian lleva el absurdo, la incomparecencia del más mínimo atisbo de concierto, a un desierto obrado por su imaginación en el que asimismo asienta gran parte de la incoherencia que seguro apreciaba en la sociedad de su tiempo, tan semejante en tantos detalles a la nuestra.
 
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