VALLE-VIAN
Y BORIS-INCLÁN (Artículo)
Deformaciones
“certero-valle-inclanianas” en El otoño en Pekín, de Boris Vian, una atinada
radiografía de la intemporal ausencia de sentido privativa del género humano
Diego
Vadillo López
Escritor,
profesor y crítico de Arte y Literatura
Tras
leer El otoño en Pekín, de Boris
Vian, me llama la atención lo actual de dicha novela toda vez que el mundo a
día de hoy sigue transitando por muy parecidas sendas a aquellas hacia las que nos incita
el polifacético novelista. Parecieran algunos de los personajes que desfilan
por el argumento inspirados en ciertos gestores de lo público que hemos tenido
(y seguimos teniendo, por ejemplo, en España). Amadís Dudu (el protagonista)
lleva a cabo la misión de construir un trazado ferroviario en medio del
desierto de la ficticia Exopotamia, algo parecido a lo que hiciera con insólito
y a priori injustificable tesón y empeño el célebre Fabra en Castellón cuando
inició el proyecto del aún hoy desolado aeropuerto de dicha provincia.
La tremenda sátira social que
comporta esta novela no desdora ni las habituales cualidades imaginativas, ni
los chocarreros ardides tan característicos de Vian. Pareciera haber aprendido
nuestro novelista algunos recursos de Valle-Inclán, como son el esperpento y el
duplo denotación-denostación, fórmulas no precisamente piadosas con las que
ambos dan forma a sus desaforados personajes, imagen deformadora y estetizante
del mundo real, más bronco este último, por otra parte, si se lo mira con
cierta perspicacia.
Vian hace brotar el absurdo en un
desierto poblado de personajes que se mueven haciendo gala de una alegorizada
desvergüenza. En paralelo discurren dos operativas, una sobre la superficie (el
trazado ferroviario) y otra subterránea (las excavaciones del arqueólogo
Atanágoras). Llena nuestro novelista el vacío del terreno desértico con una serie
de oferentes de más vacío, radicando ahí el trasfondo existencial de la obra.
Como Valle-Inclán, Boris Vian hace gala en sus novelas de un expresionista
existencialismo.
Los personajes se mueven entre lo
truculento y lo repugnante; carentes de los más mínimos valores éticos, son
guiados por los más bajos instintos, emparentando con los de Valle-Inclán (cf.
verbigracia Divinas palabras). Ambos autores vivieron
tiempos de mucha conflictividad civil a nivel mundial, quedando impregnada en
sus respectivas sensibilidades la violencia y la irracionalidad, ingredientes
que ellos supieron trasladar con plástico-literaria pericia a través del
mecanismo que anticipara Valle-Inclán: la “cóncavo-especularidad”, que es un
sistema deformador mediante el que se logra hacer, mediando el talento,
brillante literatura con los más desapacibles mimbres de la sociedad.
Los dos hacen uso del recurso
guiñolesco cuando de manejar —de las más fascinantes y desapacibles formas— a
sus personajes se trata. Los dos animalizan a los humanos, humanizan a los
animales y vivifican a lo inanimado. Esto último, en el caso de Vian seguro que
debe mucho a su condición de ingeniero. Por ejemplo, en la obra que nos ocupa
se pueden ver varios pasajes en que hace uso cumplido de la prosopopeya: “El
motor estornudó, soltó un eructo malintencionado y dio contramarcha”, “¿Verdad
que durante toda mi vida no dejará usted de reprocharme la muerte de aquella
silla?”, “Angel se levantó y los muelles de la cama gimieron suavemente”, “Los
frenos gritaron, el vapor reventó de risa y el convoy se agitó paulatinamente
con un ruidoso regocijo”. Un cierto prurito animista hay en las obras de Vian,
el cual es compaginado con la abyección de los personajes humanos: “Dupont,
hijo de laboriosos artesanos, los había matado a fin de que parasen de una vez
y pudieran descansar en paz. Huyendo de las felicitaciones ostensibles, vivía
retirado una vida de religión y sacrificio, esperando ser canonizado por el
Papa antes de morir, como el párroco de Focault mientras predicaba la Cruzada”,
“—¿Cómo? —dijo Pippo—. ¿Demoler el famoso hotel Barrizone? Pero si el que
prueba una vez mis spaghettis a la boloñesa ya no se olvida de La Pipa en toda
su vida…/ —Lo lamento, pero el decreto ha sido firmado. Tenga usted en cuenta
que se le requisa el hotel por causa de utilidad pública./ —Y yo ¿qué? ¿Qué
carajo tengo yo que ver con todo eso? O sea, que no me queda otra que volver de
trinchador jefe, eh./ —Se le indemnizará a usted. No inmediatamente, por
supuesto”.
La incomunicación impera en El otoño en Pekín pese a que los
personajes no dejan de interaccionar entre sí: “En Exopotamia había mucha
gente, porque se trata de un desierto. A las gentes les gusta reunirse en el
desierto debido a que hay mucho sitio”.
También “vegetaliza” a algún
personaje: “Y dejó allí plantado a un Amadís aturdido, cuyos pies comenzaron a
echar raíces, ya que, bajo la capa superficial de arena, en aquel terreno todo
prendía rápido”.
Al
fin, Boris Vian lleva el absurdo, la incomparecencia del más mínimo atisbo de
concierto, a un desierto obrado por su imaginación en el que asimismo asienta
gran parte de la incoherencia que seguro apreciaba en la sociedad de su tiempo,
tan semejante en tantos detalles a la nuestra.