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DANIEL TORRES: Ante el Canto a la ceniza, de Ángel Antonio Ruiz Laboy (Artículo)

miércoles, 1 de marzo de 2017


ANTE EL CANTO A LA CENIZA, DE ÁNGEL ANTONIO RUIZ LABOY (Artículo)

Daniel Torres
Escritor, crítico literario y catedrático de Literatura en la Universidad de Ohio

Autor de otros poemarios como Anzuelos y carnadas (a cuatro manos con Xavier Valcárcel) (2009), El tiempo de los escarabajos (2011) y Hemisferio de la sombra (2014) (Premio Nacional del Instituto de Cultura Puertorriqueña), ante Canto a la ceniza (2016), Ángel Antonio Ruiz Laboy llega al cénit de su carrera de joven poeta y se instala en las letras puertorriqueñas y del Caribe con derecho propio.
            El escritor fue ganador del Premio Nuevas Voces del Festival de la Palabra en 2012, y del Premio de Poesía El Nuevo Día en 2015 por el poema “Canto a la ceniza” que da título a este poemario.  La primera parte del mismo se titula sugerentemente “Humo muerto”.  En las palabras liminares, “Invitación al libro”, el poeta español José Ovejero nos dice: “lo innombrable es lo más incierto, y nos tortura y nos consume porque se nos queda dentro como un quiste.  Sólo poemas como los de Ruiz Laboy nos permiten extirparlo y nos dan un alivio, aunque sea pasajero, de perder ese peso que nos lastra”.  No es casual que Ovejero titule “Invitación al libro” sus breves comentarios introductorios porque hace una referencia intertextual, y un guiño al lector de la isla, dado que el título del poemario canónico gay del poeta Manuel Ramos Otero fue Invitación al polvo.  Hay aquí un paralelo interesante entre la literatura de un joven poeta como Ángel Antonio y su lectura velada de Manuel.
            Desde el primer poema asistimos a este acto de extirpar lo que nos molesta: “allí donde juré haber sembrado un árbol/ duelen las cicatrices fútiles en la tierra// queda sólo el tatuaje de una sombra/ y la piel de la semilla casi intacta” (“juramento”).  El uso de la minúscula en todo el libro da pie a una experimentación con las formas que se hace eco en el decir contrapuntístico de la expresión.  Dicho de otro modo, la aparente sencillez de los versos como meras líneas sueltas e interconectadas va tejiendo un discurso poético que habla de ausencias y carencias: “allí donde juré haber sembrado un árbol/ cavé una gruta/ lloré mi sed// allí donde juré/ sembré cenizas” (“juramento”).  Las cenizas no se siembran, pero aquí se hacen semillas para retoñar en el dolor contenido de la pérdida que la voz poética describe en sus poemas.  Se trata de ese acto de extirpación al que se refiere Ovejero.
            Dedicado “a Luis Félix,/arquitecto de la llama, cómplice del fuego”, Canto a la ceniza de Ángel Antonio Ruiz Laboy, en sus dos partes (“Humo muerto” y “Canto a la ceniza, La Habana, Cuba”), rememora ese Tú esencial de la poesía amorosa por medio de las metáforas de la hoguera y el calor, la llama y el fuego, de lo que fue y ya no es, y no será o sigue siendo; y permanece en el recuerdo de un Yo que habla: “el agua que no fuimos y florece/ la sed de los desiertos/ la voluntad del trueno/ el silencio de los peces/ y los incendios sobre la promesa de los mapas// no se es” (“semilla incendio”).  Esa semilla que “puede ser el mapa de un país” o el origen de esa “cartografía [que] se incendia” es la tónica de la primera parte.  En la segunda parte, el hablante lírico aterriza su verbo en un referente preciso, en La Habana, Cuba, y el eco caribeño de una isla a otra, de San Juan de Puerto Rico hasta La Habana nos va llevando de la mano a través de poemas numerados en números romanos en minúsculas (i,ii,iii, etc.) continuando esa experimentación con las formas mencionada más arriba.  Los versos son una serie cerrada de palabras que enumeran los pasos que da el Yo para el encuentro y el desencuentro con el al que le habla.  Por momentos se hace un Nosotros: “será que habremos cabalgado todas nuestras posibilidades” (ii) o interpela y demanda: “súmate a mis dedos/ y abramos el hueco que posa frente a una mancha// este es, de los minutos/ la hora más sensible” (vi) para desembocar en la promesa de una bandera que nombre a los dos amantes: “prometo una bandera que nos nombre/ que bien será un papel con un hueco y una mancha/ o bien será el recuerdo de los dioses/ que amamantamos con jengibre/ la primera de todas las noches que dolimos/ el dolor sin fin de nuestros cuerpos” (xxv).
            La incertidumbre del amor se instala en estos poemas: “ha pasado la hora de los pasos en falso/ sobre la turbidez del agua// quién encenderá las luces de los faros/ que guiarán los no caminos que se traga el mar” (xii), y hay una premura de instigar a la acción concreta más allá de los tanteos, a que se encienda la luz en la oscuridad de los viajes para llegar a puertos seguros.  Ruiz Laboy hace homenaje a dos poetas puertorriqueñas del canon, a Julia de Burgos y Ángela María Dávila, al parafrasear y reescribir muchos de sus versos, como éste que recuerda a Dávila (su poemario Animal fiero y tierno): “aunque hemos sido siempre ese animal/ que no es fiero ni es tierno” (xv).  El uso de la tea o antorcha en otros poemas tiene ecos de “la tea en la mano” que lleva Burgos en “A Julia de Burgos”, poema paradigmático donde la hablante lírica afirma su condición de mujer libre.  Ruiz Laboy se mira en el espejo del discurso poético nacional para asordinarlo con la relación hombre a hombre de sus escritos, por medio de la naturaleza: “de este imperio de mangles que sodomizan/ las únicas raíces que nos quedan moribundas// dime si no es esta la peor de las fatalidades:/ apostar al futuro en una isla y saber/ que hemos desplumado todas nuestras alas” (v).   Esta muerte está presente desde el epígrafe de Roque Dalton que abre el poemario y dirige la lectura: “Es hora de decirte/ lo difícil que ha sido no morir”, y resuelve el enigma final: “ahora repiten como un mantra/ que es hora de decirnos/ lo difícil que ha sido no morir” (xxv).  Se trata de una reescritura deliberada de la antipoesía conversacional hispanoamericana a la que poemas como Taberna de Dalton se suscriben.  Ruiz Laboy es mucho más lírico y no consiente en su verso un “desliz” de prosaísmo, así ha sido en sus poemarios anteriores, pero hay aquí un cambio en su estilo que incorpora otras lecturas, y le permiten jugar mucho más que antes con el lenguaje poético: “propongo que huyamos de la niebla/ y presiento que de la niebla no hay salida/ propongo la luz de nuestros hombros/ y se esconden las estrellas/ como lámparas que saben cubrirse las espaldas” (xvi).

            La publicación de este libro en Isla Negra Editores, casa editorial antillana y alternativa con una trayectoria de unos 25 años, consagra a Antonio Ruiz Laboy como uno de los poetas más importantes del quehacer literario en Puerto Rico.
 
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