HOMBRE
TOMADO (Relato)
Raúl
Galache García
Escritor,
profesor y crítico literario
Antes de alejarnos, tuve lástima, cerré
bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a
algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y
con la casa tomada.
Julio Cortázar
Cuando la despedida se le mostró
descarnada, como el animal bajo la luz del taxidermista, empezó a notarlo en el
dedo meñique. Era poco menos que un leve picor, así que apenas le prestó
atención. Se limitó a acariciarse con el pulgar al percibir que una creciente
ansiedad le ganaba la yema.
—No
lo entiendes porque no lo quieres entender.
—No,
Elena. No lo entiendo porque no me lo creo.
Eso:
no me lo creo. Después, fue un hormigueo que le ronroneaba hacia arriba ganando
la primera falange. Como un maullido algodonado, se arrastraba con uñitas de
cera.
—¿Que
no te lo crees? ¿Qué no te crees? Que cuando te conocí me pareciste un pobre
imbécil o que me lo pareces ahora.
—No,
Elena, no. Ya sé que te parecí un imbécil cuando me conociste. Yo… allí, con
mis pobres flores marchitas…
—Es
que hay que ser tonto; tonto y cutre.
—Sí,
estaban pochas, pero aún tenían algo de olor, ¿sabes? Era gracioso.
—Eran
feas, Mario; eran muy feas tus flores.
—Y,
entonces, ¿por qué no me mandaste a la mierda en ese mismo momento? Dime, por
qué. Yo recuerdo que te hizo gracia verme así: empapado, chorreando lluvia y
mocos.
—Sí,
eso es verdad. Dabas tanta lástima que me hacías gracia. Me acordé de Jacinta,
la de Galdós, cuando recoge un gatito en la calle y lo acuna como al bebé que
nunca pudo tener. Pero, mira, ¿quién quiere acostarse con un bebé gatito?
—Claro,
como Jacinta: estéril.
—Como
Juanito: imbécil.
—Pues,
mira, algo que nunca te he dicho: a mí me recordaste a las amadas de Bécquer.
Cuando abriste la boca y dijiste “¿y esas flores tan feas?”, pensé: mira tú qué
mona y qué estúpida la chica esta. Mejor calladita; “es una estatua inanimada:
¡duerme!”.
Pensó
que se le había dormido el meñique y lo movió arriba y abajo disimuladamente,
oculta la mano tras la espalda. Como el ronroneo de un gato le parecía, un
runrún diluido en la sangre de las venas que se desplazaba pastoso hacia la
palma de la mano. Antes de llegar a escalar los nudillos, le bajó por el dedo
anular. Pensó que debería existir la palabra abejeo, pues eran más pasos de
abeja, con sus patitas peludas, que de hormiga. Cuando las maletas pesaron
sobre el suelo, empezó a agitar la mano tras la espalda, tambolireándose el
cinturón.
—Pero
¿qué dices? Si babeabas como el infeliz que eras. Si me dejabas mensajitos en
el parabrisas del coche. “Eres la sombra de mi luz”, “tu aliento alienta mi
pecho”, “tus ojos son la tabla de mi naufragio” y no sé cuántas cursiladas más
de canciones baratas.
—Era
coña, tía. Era coña y lo sabes.
—No,
no lo sé.
—Pues,
si te lo creíste, te gustó, porque no te quejabas.
—Ya.
Cuando una chica no tiene a nadie que la halague, acaba dejándose besar por las
ranas de las charcas.
—Sí,
es cierto. Cuando un tío quiere meterla en caliente, le vale igual el chocolate
a la taza que la taza del váter.
—Mira
el poeta. Así te salen a ti los versos. ¿Qué pasa con tu libro?, ¿cuándo lo
publicas?
—“Me
gusta cuando callas, porque estás como ausente”.
—“Podría
recordarte que ya no tienes gracia. Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos cuando se tienen más de treinta años”.
—“¡Si
no fueses tan puta!”
—Vete
a la mierda.
—Pero
si es del mismo poema…
—Ya
salió el cultureta. Te crees que sabes más que nadie. Ése es uno de tus
defectos. Y ya no lo soporto.
—Aún
recuerdo cuando me escuchabas recitar, como si nada hubiera ya en el mundo
salvo nuestra madeja de versos y miradas.
—Pero
eso fue hace mucho tiempo, Mario.
—“Cuando
el mundo era una reluciente madrugada…”
—…que
no quisiste compartir conmigo”.
—Joder,
Elena.
—Joder,
Mario.
Pero
pronto supo que el abejeo era comezón cuando le trepó la muñeca y se enroscó en
el antebrazo. Tuvo la tentación de detener el combate, de arrojar la toalla y
rendirse a los golpes que Elena le asestaba cada vez con mayor acierto, pero
acaso fue el orgullo lo que lo detuvo, o tal vez el heroísmo de no dejarse
tumbar, o simplemente la violencia de la marea llevándolo consigo. Ya había
ascendido la comezón a la cumbre del hombro cuando empezó a agitar el brazo,
como si quisiera impulsar con él sus débiles argumentos. Enseguida el mundo fue
espalda y melena negra y supo entonces que ahora todo iba a ser mucho más
rápido.
—Mira,
tía, al menos reconocerás una cosa: me quisiste más que a nadie en tu triste
vida.
—No.
—Ya,
¿ves cómo tengo razón? “Te quiero. Te lo he dicho con el viento, con el miedo,
con la alegría, con el hastío, con las terribles palabras”.
—Pues,
vale, lo que tú digas.
—No,
lo que diga Cernuda.
—¿Lo
ves? Es que no lo entiendes, Mario. Una cosa es la literatura y otra es la
vida. No se puede vivir entre versos. La vida es la vida y la literatura, la
literatura. Leer no es vivir. La vida va de otra cosa. Y de eso tú aún no te
has enterado. Lo malo es que el día en que lo hagas serás un desgraciado, pero
eso a mí ya no me importa.
—“¿Por
qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!? Hacedla florecer en el poema”.
—Me
desesperas. La rosa es una mierda y se pudre, como todo, como tus flores.
—“El
poeta es un pequeño Dios”.
—Sí,
los buenos, Mario; los buenos.
—En
fin, yo sí te quise, Elena. Y aún te estoy queriendo. Bueno, en realidad, creo
que no. Mira, no. Es absurdo querer a una bruja como tú. Las brujas buenas no
existen ni en los cuentos. Y tú eres una bruja real, de carne y hueso.
—Sí.
Y con verrugas.
—“Y
con aliento insecticida. Y con cutis de papel de lija. Y con pechos como pasas
de higos. Y con una nariz que ganaría el primer premio en un concurso de
zanahorias”.
Y
así fue. Como en súbito alud, se despeñó por el pecho arrasando a su paso las
despellejadas terminaciones nerviosas que habían de mover los músculos.
Entonces se sentó, antes de caer como si el último golpe lo hubiera lanzado a
la lona. Los dedos de los pies rascaban la plantilla de su zapato, en un acto
de resistencia al que se aferraba, ya el derrotado que solo oye la cuenta
atrás.
—Bueno,
mira, esto no tengo por qué aguantarlo. Ya he recogido todo, así que me voy. No
sé por qué no me ido ya.
—Eso
digo yo. “Vete, no quiero verte, vete”; mira, esos versos sí son dignos de ti.
Se
concentró en las palabras. Aún era capaz de moldear sus pensamientos, aunque
cada vez le costaba más encadenar unas oraciones con otras, como si las
separara el vacío entre las azoteas. Hubiera querido no tener ojos, solo un
hueco vano al que ella pudiera asomarse.
—Cabrón.
—Bruja.
En
poco tiempo, dejar caer una palabra hasta las cuerdas vocales, expulsar el aire
por la laringe y combinar lengua, paladar y velo fueron actos conscientes,
logrados con el empeño del púgil que clava los guantes en el suelo, alza la
barbilla y todo lo ve borroso. Quiso sobreponerse, finalmente, al orgullo y, con
afán postrero, al tiempo que las patas de cera de un enjambre le roían la
garganta, deseó susurrar su último anhelo, dejarse la piel en retenerla,
claudicar, rendirse a ella con las condiciones que le impusiera. Dos palabras
hubieran bastado, acaso una sincera. Pero por última vez lo arrastró la marea
de un combate ya perdido. No pudo sino barrer el aire con voz raquítica y
miserable.
—Solo...
otra cosa, Elena. ¿Soy un mal poeta?
Después,
oyó los tacones en el suelo acercándose a la puerta, el último desprecio, el
del silencio, y, por fin, un portazo. Nada ya dentro de él salvo aquello que lo
había ocupado, salvo Elena royéndole médulas y vísceras, conquistándolo entero
y, al tiempo, vaciándolo de sí como un pellejo apurado hasta la última gota. Al
menos había cerrado bien la puerta. No fuera que alguna pobre mujer entrara
mendigando amor y se encontrara allí, y a tales horas, con un hombre tomado.