Lylián
Rodríguez Méndez
Escritora
Herminia
está sentada al piano, toca a pedido de Amalia, su madre, el “Movimiento
Perpetuo” de Chopin. Ella toca las melodías de la juventud de Amalia, las de
aquella época en que era una de las jóvenes hermosas de Puerto Príncipe.
Mientras, por el rostro enfermo, resbalan algunas lágrimas.
Amalia, a los setenta y seis años,
tendida en su cama, cierra los ojos para siempre. Herminia, su hija, aún no
sabe que bajo la almohada se encuentra atesorada toda la vida de su madre, en
un manojo de cartas.
En la segunda mitad del siglo XIX se
inicia la historia de este amor.
Ignacio, un estudiante universitario de
la rama del derecho en La Habana, joven alto, delgado, cutis muy blanco, ojos
pardos, boca pequeña con bigote fino, cabellos lacios y de voz firme, viajó a
Camagüey, su ciudad natal, de vacaciones y allí había conocido a Amalia.
Ella, de cabellos largos, ojos negros y
expresivos, era muy bella, de carácter encantador y voz melodiosa. Además,
culta, sabía tres idiomas y tocaba el piano a la perfección, para ello había
estudiado varios años en el extranjero.
El encuentro de Amalia e Ignacio había
sido sorprendente; ambos quedaron hechizados apenas se vieron. Él experimentó
una sensación muy especial que recorrió todo su cuerpo. Ella quedó
impresionada, sin respiración y con su corazón latiendo a mil.
Sus vidas quedaron flechadas desde el
primer momento que cruzaron miradas. Él nunca había estado enamorado, ésta era
la primera vez. Ella con sus dieciocho años le correspondió incondicionalmente.
Le entregó todo su amor y su vida.
Aquella pasó a ser una historia para
novelar.
Él no tuvo ojos para otra mujer. Su
existencia empezaba y terminaba en Amalia. Ignacio la adoraba, quedaba
ensimismado con las historias de ella en el extranjero, con los lugares frecuentados,
Venecia, el carnaval de Niza, las nieblas de Londres, los rascacielos de Nueva
York y otros lugares. Anonadado escuchaba a la muchacha cantar hermosas
melodías.
No pasó mucho tiempo para que
apareciera el primer disgusto de ambos. Éste fue la oposición del padre de
ella. Hombre muy acaudalado que creía que Ignacio era un caza fortunas.
Después que ambos se habían jurado amor
eterno en la glorieta de la Quinta, Amalia que respetaba a su padre debió
abstenerse de la relación, pero le afirmó a éste, que no se casaría con nadie
si no era con Ignacio.
Él se volvió a La Habana acongojado y
dolorido. En la soledad, recapacitó y decidido a luchar por ella, volvió a
Camagüey para hablar con el padre de su amada.
Muchos fueron los argumentos que
expuso, habló de sus cualidades morales, su formación académica, el fervor
patriótico. Hijo de una familia criolla de Puerto Príncipe, de burguesía
terrateniente y padres pertenecientes al patriciado camagüeyano. Hasta que el
hombre, después de un tiempo, terminó convencido y ofreció la mano de su hija.
A los dos años de noviazgo se casaron y
juraron nuevamente amor eterno, esta vez ante Dios y para siempre.
El destino nuevamente colocó obstáculos
en el camino de los enamorados. A los tres meses de casados la Patria llamó a
Ignacio y éste se incorporó al Ejército Libertador. Tenía unos veintisiete años
en ese entonces. Así, la Guerra de los Diez Años en Cuba, en la lucha contra
los españoles, los separa.
El amor por largo tiempo pasó a ser por
correspondencia. Largas y continuas cartas los uniría en la distancia. El
rostro de Amalia se encendía de felicidad cada vez que llegaba una carta de él.
Ignacio, más enamorado que nunca respondía con muchas páginas amorosas, pero
también mostraba lo comprometido que estaba con la revolución.
Él pensaba que la causa cubana exigía
grandes sacrificios pero convencido de que Cuba sería libre. Ella aceptaba
todas sus posturas, entendía que el deber de Ignacio estaba antes que su
felicidad.
Él tenía que alejarse cada vez más,
aunque estaría con parte de su familia. Ese alejamiento solo lograba fortalecer
aún más aquel sentimiento tan profundo y en sus cartas revivía los momentos que
habían pasado juntos.
Recordaba los paseos por la Quinta, el
portal, sus tres jardines recorridos de la mano, la fuente donde tiraban
monedas y pedían deseos, siempre el mismo, la glorieta donde se abrazaban. Le
parecía verla tomar alguna flor para él.
El ferviente deseo de él era estar
cerca de ella y planeó una estrategia. Así, abandonaron lujos y comodidades
para encontrarse en su nuevo nido de amor construido con troncos vivos del
bosque tropical, impenetrable. Aquella cabaña si más respiradero que la puerta,
entre las hierbas y arbustos del pantano, que le llamaron “El Idilio”, fue
testigo del gran fuego de que estaban impregnados.
Al finalizar cada combate, ahora
el abogado y gran estratega
militar cabalgaba kilómetros para llegar al bohío donde lo esperaba su
amada.
Cumplía un año el hijo de ambos en El
Idilio, cuando llegaron noticias de que el enemigo estaba cerca de allí. Él,
primero no lo creyó, luego pensó que era una traición. Tomó al niño en brazos y
lo apretó contra su pecho, luego se lo entregó a su esposa, se despidió de ella
con un beso y ordenó que se internaran en el monte con lo indispensable. Montó
a caballo acompañado de un subalterno y partió para reunirse con sus ayudantes.
Las tropas españolas llegaron antes de que
las mujeres pudieran internarse en el monte. Entre éstas se encontraba la madre
de Ignacio y las esposas de sus hijos, una de ellas era Amalia. Todas fueron
conducidas junto con otras familias recogidas de las distintas haciendas
incendiadas, en carretas tiradas por bueyes. La noche la habían pasado en una
finca ocupada por la tropa.
Al atardecer, cuando regresó Ignacio a
El Idilio encontró los escombros humeantes.
En los seis días de marcha las
prisioneras se negaron a comer, apenas alguna fruta ofrecida por algún soldado
compadecido. Los niños recibían el agua más limpia.
Al entrar en Puerto Príncipe las
prisioneras fueron abucheadas por la turba de soldados y voluntarios y pedían
muerte para la amada de Ignacio y su hijo.
Amalia fue conducida a la Casa de Gobierno y allí, su hijo fue arrancado
de sus brazos.
Amalia marchó al exilio, deportada a
Nueva York con su hijo Ernesto Ignacio de brazos y con Herminia en su vientre.
A partir de ese momento la comunicación entre ambos se ve interrumpida. La carta
de ella que le anunció a Ignacio el nacimiento de la hija nunca llegó. Tampoco
los retratos de los niños. Él, igual se enteró más tarde por terceros.
Amalia apoyaba a los cubanos que
luchaban por la independencia en su casa de Nueva York. Ella en sus cartas le
imploraba prudencia a Ignacio, para que pudieran volver a encontrarse, pero él
nunca las recibió.
A los treinta y un años Ignacio, con el
grado de Mayor General moría en combate. Los españoles al enterarse se apoderan
del cadáver y lo pasearon por las principales calles de la ciudad, atravesado
en un buey con la cabeza colgando sobre la tierra. Ignacio nunca conoció a su
hija.
Amalia vuelve a su patria antes de la
Guerra de 1895, para ese entonces la quinta de Puerto Príncipe había sido
destruida por los colonialistas. Ella prosiguió con los ideales de su esposo y
en su casa recibió a los insurrectos.
Amalia enfermó y viajó a La Habana
cerca de su hija Herminia a la que hizo un último pedido: escuchar las melodías
de su juventud.
(*)
El presente texto va incluido en el libro de relatos, de reciente, aparición Al vuelo de las emociones (Mundibook,
Madrid, 2017).