UN GIGANTE CON MIL
OJOS
Raúl Galache García
Escritor, profesor y crítico literario
Cuando Rosa Parks
nació en 1913, las cosas no eran fáciles en Alabama para los negros, como ella.
La pequeña creció viendo cómo los niños blancos iban en autobús al colegio
mientras ella debía hacerlo andando; viendo cómo su abuelo se apostaba en la
puerta de casa escopeta en mano por miedo al Ku Klux Klan. Si necesitaba usar
un baño público, no podía ser el mismo que el de las niñas blancas; hasta el
agua dejaba de ser incolora en los bebederos y en las piscinas públicas. Años
después, en 1955, Emmet Till, un adolescente negro de Chicago, está pasando
unos días con su tío en el delta del Mississippi. Allí, con otros chicos de su
edad, acude a una tienda propiedad del matrimonio Bryant. Emmet charla con la
esposa, Caroline, blanca, joven y atractiva. Emmet viene de Chicago, las cosas
allí son de otra manera: cuatro frases ingeniosas son un halago para una chica
bonita. Pero Roy, el marido, no lo ve así. Se siente ofendido: un mocoso negro
ha querido coquetear con su querida mujercita. Y él es todo un hombre, un tipo
valiente, así que, unos días después, acompañado de su hermanastro —el no menos
valiente John— se presenta en casa del tío de Emmet. A punta de pistola, se
llevan al chiquillo, le dan una paliza y le pegan un tiro en la cabeza. Era el
día 28 de agosto de 1955. Por entonces, Rosa Parks tiene cuarenta y dos años.
Se deja las manos cosiendo durante diez horas al día y, en los huecos que
consigue encontrar, colabora como secretaria en la NAACP (Asociación Nacional
para el Progreso de las Personas de Color). La noticia del asesinato de Emmet
conmociona a los negros. El abatimiento y la rabia confunden el alma y las
vísceras de Rosa. Unos meses después, el 1 de diciembre del mismo año, Rosa
Parks regresa del trabajo cansada. Coge el autobús. En los asientos del medio
hay uno vacío y ella agradece poder descansar. Son plazas que pueden ocupar los
negros siempre que ningún blanco las reclame. Un rato después, un joven blanco
sube al autobús. El recién llegado no hace ningún gesto que indique que quiera
sentarse, pero el conductor ordena a los negros que ocupan los asientos del
medio que los dejen vacíos. Tres de ellos lo hacen. Pero Rosa no. Está cansada.
El conductor, desairado, amenaza con denunciarla, pero Rosa no cede; está
“cansada, sí, harta de ceder”. El desafío a la ley la llevará a pasar la noche
en la cárcel.
Fue entonces cuando un pastor bautista
poco conocido hasta ese momento, Marthin Luther King, tras saber lo que Rosa ha
vivido, convencido de que se debe soñar un mundo mejor, seguro de que sus
sueños no deberían serlo, llamó a la desobediencia civil de los negros en los
autobuses. No mucho después, las autoridades se vieron obligadas a acabar con
la segregación racial en el transporte público.
Que una costurera se negara a abandonar
su sitio en el autobús fue lo que inició la lucha por los derechos civiles de
los negros en los Estados Unidos y no el brutal asesinato de un pobre muchacho
de catorce años.
La resistencia de Rosa Parks se
convirtió en un símbolo, un símbolo del enfrentamiento a la injusticia, de la
negación a acatar normas vejatorias. Y los símbolos arraigan en la conciencia y
son más fuertes que los hombres, porque se propagan a la velocidad de la luz en
el espacio de la conciencia colectiva. Tejen una maya de acero, irreductible y
tenaz. Gritan en el silencio anónimo de una plaza abarrotada de manos aladas o
en la luz de un millón de velas en la noche. No tienen puños, ni disparan
balas, pero su rostro es el de un gigante con mil ojos.
Tal es la fuerza de la desobediencia
civil: un acto ilegal, no violento, que se arma de valor simbólico; una idea
sencilla y solar, capaz de iluminar a un pueblo entero y de cegar la oscura
visión de los injustos, de los déspotas y de los opresores.
Desde que Henry David Thoureau, el
creador de la expresión, se negara a mediados del siglo XIX a pagar el impuesto
de empadronamiento —se oponía de este modo a la guerra de Méjico y a la
esclavitud—, han sido muchos los ejemplos, además del de Rosa Parks. En España,
sin ir más lejos, Pepe Beunza, en 1972, se negó a cumplir el servicio militar
obligatorio. Dieciséis años después, se reconocía el derecho a la prestación
social sustitutoria.
Cuesta admitir que un acto ilegal es
correcto; cuesta admitir que leyes consensuadas en un parlamento democrático
pueden ser injustas; cuesta aceptar que los gobernantes, aun sabiendo que el
poder lo reciben en concepto de préstamo, pueden hacer cosas terribles. Pero lo
cierto es que ocurre y, si el poder corresponde al pueblo, también es de este
la obligación de vigilar su uso y de denunciar su abuso. En la Alabama del Ku
Klux Klan, había muchos honrados ciudadanos que pensaban que lo de la
segregación racial no era cosa suya. Lo mismo pensaron honestos alemanes en los
años 30 cuando vieron los primeros guetos. Pero, como decía el poema, llega el
día en que la cosa sí va con uno y entonces… Entonces ya es tarde.