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ERICA ESPIÑEIRA: JUAN Y SU LINTERNA MÁGICA EN BÚSQUEDA DE LA PLANICIE HUNDIDA

miércoles, 1 de febrero de 2017

JUAN Y SU LINTERNA MÁGICA EN BÚSQUEDA DE LA PLANICIE HUNDIDA

Erica Espiñeira
Escritora

Aquella noche, el ómnibus volvió a estacionar. Logró despertarme en cada oportunidad que se detuvo a lo largo de la quebrada y ésta me pareció una parada más, salvo por el hecho que todos los pasajeros descendieron convencidos de arribar a destino.
—Son las cuatro... ¿Está usted seguro que llegamos a La Quiaca? —pregunté al conductor, quién apenas asintió sonriendo—.
         El frío de los 3650 metros obligaba a moverse, a caminar por la desolada terminal. ¿Desolada? ¡De ninguna manera! A poco de andar tropecé con bultos, frazadas y personas tiradas en la oscuridad de los pasillos; eran decenas de bolivianos esperando la apertura de la frontera que se produciría alrededor de las seis, a escasas quince cuadras de allí. Muy rápidamente me llegó la hora de abandonar la moral subjetiva.
         Tras beber un improvisado e hirviente té de coca a la intemperie, observé como descendían los pasajeros de “La Quiaqueña”. Entre ellos, uno gordito y retacón que jugueteaba con su linterna encendida me preguntó con acento montevideano: “¿Sabes tú donde está la frontera?”.
         Juan, el uruguayo, era un viajero solitario, sencillo y agradable, en búsqueda de destinos inciertos. Cargaba una mochila algo mayor que la mía de la cual extrajo el pasaporte, necesario para atravesar ese puente que une al imponente altiplano, liso, árido e imaginariamente dividido. Mientras tanto, el gentío velozmente se arrojó sobre la cabina del gendarme; peregrinos con borceguíes y vecinos descalzos, parecíamos yezidas imposibilitados de salir del círculo.
—Esa es la imagen que me genera una frontera —comenté a Juan.
—Sí, claro. Pero... ¿qué son los yezidas? —preguntó.
—Constituyen una secta que vive en el Cáucaso. Si se traza un círculo alrededor de un yezida, éste no puede salir de él por su propia voluntad.
—Yo —me respondió— no creo en eso sino a medias, pero hablando de rarezas, sería bueno llegar hasta Pampa Aullagas; dicen que allí se localizaba la Atlántida, el continente perdido, ¿entiendes?
         La imaginación traiciona cuando se escuchan las historias de la Atlántida... y el paisaje ayuda, aunque no precisamente en Villazón, donde la vida parecía discurrir a lo largo de una calle desbordada por productos del contrabando, para finalizar en los nerviosos cánticos de los vendedores de destinos que pululaban por la estación de ómnibus: ¡Tupiza, Tupiza!, ¡Sucre!, ¡Potosí! No hubo más remedio, un desvencijado transporte ¿de personas?, provisto con enormes neumáticos y sobrecargado hasta su techo de objetos tan sorprendentes como camas, bicicletas o gallinas, nos sacudió durante tres horas entre cerros multicolores, llanuras polvorientas y profundas quebradas con la intención de arribar a Tupiza, la tierra en donde Butch Cassidy y el Sundance Kid consumaron su póstuma correría. Para nosotros, incapaces de robar en su banco como los vaqueros del norte, el rojizo valle debía ser tan sólo un lugar de paso; sin embargo, calcinamos nuestros sesos con el sol de sus 3200 metros, caminamos las estrechas callejuelas y los eternizados mercados con aroma a fritura, y hasta usamos la linterna salvadora de Juan para visualizar el confuso trayecto al hospedaje en la profunda noche sin luna, a la espera del instante de la partida.
—¿Cuántos litros de agua aconsejó que llevemos? —preguntó Juan.
—Doce por persona. En definitiva es un desierto, Uyuni es un desierto de sal —contesté.
         Por la mañana no sobró espacio en el minibús. Hombres de gris y mujeres con coloridas faldas, hacían gala de cierto nomadismo embarcándose de aquí para allá sentados sobre las mercancías que almacenaron en los pasillos; un verdadero enlatado humano que vadeaba ríos, atravesaba profundos cañones como en Atocha, y subía, subía...
—Y ahora. ¿Por qué se detiene en medio de la carretera? —pregunté.
—¡Mira eso! ¿Adónde va? —replicó Juan. Un hombre viejo bajó del ómnibus y tras apartar la bicicleta inició su pedaleo en los 5.000 metros de una pampa inmensa, plana y arenosa. ¿Se encaminó hasta los lejanos picos nevados o hacia ningún lugar? ¿Quién lo sabe?
         La séptima hora del viaje nos precipitó a los 3.700 metros del pueblo de Uyuni con la vista flotando en el insondable océano de sal, cegadoramente blanco, casi etéreo en su atemporal inmovilidad.
         Jaime había nacido en Uyuni, aquí aconteció su vida, entre el pueblo y el salar; conocía centímetro a centímetro ésta tierra legendaria, su gente y sus historias. Aprestó su camioneta protegiéndola del salitre para trasladarnos hasta Coquesa, al otro lado del salar, al pié del mítico volcán Tunupa y de espaldas a la Atlántida, mejor dicho a Pampa Aullagas.
         Mientras almorzábamos tardíamente un discreto guiso, Jaime contó su primer historia: — ¡Aquí la gente vive muchos años! Vean ustedes que cuando finalizó la construcción del cementerio de Uyuni no ocurría muerte alguna, de manera que se tuvo que prestar un cuerpo del cementerio de otro pueblo.
—Seguramente no ha de ser por las virtudes del guiso —afirmó Juan, mientras observaba con atención el mercadillo callejero instalado frente a la remozada iglesia.
—¡Te equivocas! —Replicó Jaime. Y continuó:— La quinua, el izaño, la papaliza y la carne de llama alimentada de salitre con yaretas tiernas a las orillas de los salares, prolonga la vida.
         La 4 por 4 puso proa al salar y allí en la plenitud del silencio trazó una línea recta imaginaria por los polígonos de sal rumbo al espejado horizonte que nos recibió con su milenario soplido, helado y seco, zumbando por las ventanillas y ardiendo nuestra piel tal como lo hiciera desde siempre con los antiguos aymarás.
         En éste panorama casi extraterrestre, el volcán afloró grandioso y femenino como la leyenda narrada por Jaime:
—Tunupa es el dios que creó la formación anillada en Pampa Aullagas y allí donde las aguas desaparecen en las entrañas de la tierra, se hundió para resurgir como una joven y bella dama; porque Tunupa visto del lado sur es varón y desde el norte es mujer. Se casó con el malku Asanaques, tuvieron varios hijos y como éste la celaba y le ocasionaba sufrimientos, escapó hacia una enorme planicie donde vertió grandes cantidades de leche para alimentar a sus hijos. Es esa la legendaria procedencia del salar —afirmó.
         Boquiabiertos, arribamos al caserío de Coquesa. A la sombra del volcán Tunupa, aún con los ojos puestos en la inmensidad blanca, prolongamos un mutismo tal que podía oírse el murmullo del viento andino cosquilleando en las orejas luego de reverberar en los extensos arrecifes que el retirado mar dejó desnudos miles de años atrás, con la inocultable intención de rebatir el origen alegórico de la región.
         Esa noche arreció la lluvia. Los rayos iluminaban las cumbres y la linterna de Juan se paseó incansable entre el cuarto y el retrete.
—¿Será la comida? —pregunté.
—¡No lo sé…!, estoy empapado y casi me mata un rayo —respondió Juan.
         Los cataclismos hablaron, así la mañana nos halló sobre cuatro ruedas. Pampa Aullagas estaba allí, a la vuelta; donde el inglés Jim Allen ubicó el epicentro de la civilización atlante siguiendo los detalles de Platón, quién relató cómo se había hundido en un día y una noche.
—Desde entonces, el enigma ronda estos parajes, porque la saga griega cuadra con su similar andina, afirmando ésta que una ciudad junto al lago Poopó sucumbió por castigo divino. No por nada Pampa Aullagas significa planicie hundida. Para verla era necesario franquear los poblados de Tawa, Aike y Jirira, y no fue tarea fácil. Eran unas pocas casas de piedra con techumbre de paja azotadas por el viento. Es como una pintura dicen los gringos —aseguró Jaime, mientras los senderos angostos de rocas negras mutaban a un paisaje salino.
—¿Y la antigua Atlantis? —preguntó Juan.
         Desde las alturas se divisaba un intrincado páramo cubierto de fumarolas, aguas hirvientes que expulsan gases con recio olor a azufre y un río que se abisma caudaloso en la tierra y reaparece luego de varios kilómetros. El misterio continuaba, pero la leyenda no inquietó a los nativos que disfrutaron de una feria en la noche, compartiendo la mesa y conversando sin cuidado del mito de la tierra sumergida, que retornó una vez más a la velada.
         Como en toda gran leyenda, Atlántida se hunde más y más cada vez que alguien intenta buscarla, pero a este confín del mundo que era su escenario, se puede regresar siempre.



Fin.

 
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