JUAN
Y SU LINTERNA MÁGICA EN BÚSQUEDA DE LA PLANICIE HUNDIDA
Erica Espiñeira
Escritora
Aquella
noche, el ómnibus volvió a estacionar. Logró despertarme en cada oportunidad
que se detuvo a lo largo de la quebrada y ésta me pareció una parada más, salvo
por el hecho que todos los pasajeros descendieron convencidos de arribar a
destino.
—Son
las cuatro... ¿Está usted seguro que llegamos a La Quiaca? —pregunté al
conductor, quién apenas asintió sonriendo—.
El frío de los 3650 metros obligaba a
moverse, a caminar por la desolada terminal. ¿Desolada? ¡De ninguna manera! A
poco de andar tropecé con bultos, frazadas y personas tiradas en la oscuridad
de los pasillos; eran decenas de bolivianos esperando la apertura de la
frontera que se produciría alrededor de las seis, a escasas quince cuadras de
allí. Muy rápidamente me llegó la hora de abandonar la moral subjetiva.
Tras beber un improvisado e hirviente
té de coca a la intemperie, observé como descendían los pasajeros de “La
Quiaqueña”. Entre ellos, uno gordito y retacón que jugueteaba con su linterna
encendida me preguntó con acento montevideano: “¿Sabes tú donde está la
frontera?”.
Juan, el uruguayo, era un viajero
solitario, sencillo y agradable, en búsqueda de destinos inciertos. Cargaba una
mochila algo mayor que la mía de la cual extrajo el pasaporte, necesario para
atravesar ese puente que une al imponente altiplano, liso, árido e
imaginariamente dividido. Mientras tanto, el gentío velozmente se arrojó sobre
la cabina del gendarme; peregrinos con borceguíes y vecinos descalzos,
parecíamos yezidas imposibilitados de salir del círculo.
—Esa
es la imagen que me genera una frontera —comenté a Juan.
—Sí,
claro. Pero... ¿qué son los yezidas? —preguntó.
—Constituyen
una secta que vive en el Cáucaso. Si se traza un círculo alrededor de un
yezida, éste no puede salir de él por su propia voluntad.
—Yo
—me respondió— no creo en eso sino a medias, pero hablando de rarezas, sería
bueno llegar hasta Pampa Aullagas; dicen que allí se localizaba la Atlántida,
el continente perdido, ¿entiendes?
La imaginación traiciona cuando se
escuchan las historias de la Atlántida... y el paisaje ayuda, aunque no
precisamente en Villazón, donde la vida parecía discurrir a lo largo de una
calle desbordada por productos del contrabando, para finalizar en los nerviosos
cánticos de los vendedores de destinos que pululaban por la estación de
ómnibus: ¡Tupiza, Tupiza!, ¡Sucre!, ¡Potosí! No hubo más remedio, un
desvencijado transporte ¿de personas?, provisto con enormes neumáticos y
sobrecargado hasta su techo de objetos tan sorprendentes como camas, bicicletas
o gallinas, nos sacudió durante tres horas entre cerros multicolores, llanuras
polvorientas y profundas quebradas con la intención de arribar a Tupiza, la
tierra en donde Butch Cassidy y el Sundance Kid consumaron su póstuma correría.
Para nosotros, incapaces de robar en su banco como los vaqueros del norte, el
rojizo valle debía ser tan sólo un lugar de paso; sin embargo, calcinamos
nuestros sesos con el sol de sus 3200 metros, caminamos las estrechas
callejuelas y los eternizados mercados con aroma a fritura, y hasta usamos la
linterna salvadora de Juan para visualizar el confuso trayecto al hospedaje en
la profunda noche sin luna, a la espera del instante de la partida.
—¿Cuántos
litros de agua aconsejó que llevemos? —preguntó Juan.
—Doce
por persona. En definitiva es un desierto, Uyuni es un desierto de sal
—contesté.
Por la mañana no sobró espacio en el
minibús. Hombres de gris y mujeres con coloridas faldas, hacían gala de cierto
nomadismo embarcándose de aquí para allá sentados sobre las mercancías que
almacenaron en los pasillos; un verdadero enlatado humano que vadeaba ríos,
atravesaba profundos cañones como en Atocha, y subía, subía...
—Y
ahora. ¿Por qué se detiene en medio de la carretera? —pregunté.
—¡Mira
eso! ¿Adónde va? —replicó Juan. Un hombre viejo bajó del ómnibus y tras apartar
la bicicleta inició su pedaleo en los 5.000 metros de una pampa inmensa, plana
y arenosa. ¿Se encaminó hasta los lejanos picos nevados o hacia ningún lugar?
¿Quién lo sabe?
La séptima hora del viaje nos precipitó
a los 3.700 metros del pueblo de Uyuni con la vista flotando en el insondable
océano de sal, cegadoramente blanco, casi etéreo en su atemporal inmovilidad.
Jaime había nacido en Uyuni, aquí
aconteció su vida, entre el pueblo y el salar; conocía centímetro a centímetro
ésta tierra legendaria, su gente y sus historias. Aprestó su camioneta
protegiéndola del salitre para trasladarnos hasta Coquesa, al otro lado del
salar, al pié del mítico volcán Tunupa y de espaldas a la Atlántida, mejor
dicho a Pampa Aullagas.
Mientras almorzábamos tardíamente un
discreto guiso, Jaime contó su primer historia: — ¡Aquí la gente vive muchos
años! Vean ustedes que cuando finalizó la construcción del cementerio de Uyuni
no ocurría muerte alguna, de manera que se tuvo que prestar un cuerpo del
cementerio de otro pueblo.
—Seguramente
no ha de ser por las virtudes del guiso —afirmó Juan, mientras observaba con
atención el mercadillo callejero instalado frente a la remozada iglesia.
—¡Te
equivocas! —Replicó Jaime. Y continuó:— La quinua, el izaño, la papaliza y la
carne de llama alimentada de salitre con yaretas tiernas a las orillas de los
salares, prolonga la vida.
La 4 por 4 puso proa al salar y allí en
la plenitud del silencio trazó una línea recta imaginaria por los polígonos de
sal rumbo al espejado horizonte que nos recibió con su milenario soplido, helado
y seco, zumbando por las ventanillas y ardiendo nuestra piel tal como lo
hiciera desde siempre con los antiguos aymarás.
En éste panorama casi extraterrestre,
el volcán afloró grandioso y femenino como la leyenda narrada por Jaime:
—Tunupa
es el dios que creó la formación anillada en Pampa Aullagas y allí donde las
aguas desaparecen en las entrañas de la tierra, se hundió para resurgir como
una joven y bella dama; porque Tunupa visto del lado sur es varón y desde el
norte es mujer. Se casó con el malku Asanaques, tuvieron varios hijos y como
éste la celaba y le ocasionaba sufrimientos, escapó hacia una enorme planicie
donde vertió grandes cantidades de leche para alimentar a sus hijos. Es esa la
legendaria procedencia del salar —afirmó.
Boquiabiertos, arribamos al caserío de
Coquesa. A la sombra del volcán Tunupa, aún con los ojos puestos en la
inmensidad blanca, prolongamos un mutismo tal que podía oírse el murmullo del
viento andino cosquilleando en las orejas luego de reverberar en los extensos
arrecifes que el retirado mar dejó desnudos miles de años atrás, con la
inocultable intención de rebatir el origen alegórico de la región.
Esa noche arreció la lluvia. Los rayos
iluminaban las cumbres y la linterna de Juan se paseó incansable entre el
cuarto y el retrete.
—¿Será
la comida? —pregunté.
—¡No
lo sé…!, estoy empapado y casi me mata un rayo —respondió Juan.
Los cataclismos hablaron, así la mañana
nos halló sobre cuatro ruedas. Pampa Aullagas estaba allí, a la vuelta; donde
el inglés Jim Allen ubicó el epicentro de la civilización atlante siguiendo los
detalles de Platón, quién relató cómo se había hundido en un día y una noche.
—Desde
entonces, el enigma ronda estos parajes, porque la saga griega cuadra con su
similar andina, afirmando ésta que una ciudad junto al lago Poopó sucumbió por
castigo divino. No por nada Pampa Aullagas significa planicie hundida. Para
verla era necesario franquear los poblados de Tawa, Aike y Jirira, y no fue
tarea fácil. Eran unas pocas casas de piedra con techumbre de paja azotadas por
el viento. Es como una pintura dicen los gringos —aseguró Jaime, mientras los
senderos angostos de rocas negras mutaban a un paisaje salino.
—¿Y
la antigua Atlantis? —preguntó Juan.
Desde las alturas se divisaba un
intrincado páramo cubierto de fumarolas, aguas hirvientes que expulsan gases
con recio olor a azufre y un río que se abisma caudaloso en la tierra y
reaparece luego de varios kilómetros. El misterio continuaba, pero la leyenda
no inquietó a los nativos que disfrutaron de una feria en la noche,
compartiendo la mesa y conversando sin cuidado del mito de la tierra sumergida,
que retornó una vez más a la velada.
Como en toda gran leyenda, Atlántida se
hunde más y más cada vez que alguien intenta buscarla, pero a este confín del
mundo que era su escenario, se puede regresar siempre.
Fin.