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FRANCISCO UMBRAL Y LA EXPOSICIÓN A LAS CORRIENTES

sábado, 10 de diciembre de 2016

Diego Vadillo López
Escritor y crítico de Arte y Literatura

“[…] su terror al frío no es una pose snob, aunque puede parecerlo cuando se pone unos leotardos bajo los pantalones, una faja para abrigarle el vientre, se mete la americana del revés, con la tela de la espalda cubriéndole el pecho para protegerse de una corriente de aire, o recibe a los periodistas envuelto en un par de albornoces (uno encima de otro) sobre su camisa y pantalón, y varias estufas dispuestas a complementar los grados proporcionados por la calefacción general de la casa. Su miedo al aire acondicionado es motivo de bromas, pero lo cierto es que cualquier golpe de aire le enfría: décimas de fiebre, malestar, mareos… Entre veintiocho y treinta grados es su temperatura ideal. […]”

(Caballé, Anna: “Francisco Umbral. El frío de una vida”, Espasa, Madrid, 2004, p. 324).

La profesora Anna Caballé encontraba en una sicosomatizada hipotermia uno de los condicionantes clave de entre los que pudieron determinar el temperamento de Francisco Umbral. Parece ser que nuestro premio Cervantes tenía miedo a las corrientes de aire por las consecuencias que estas podían acarrear a su lábil naturaleza. En cambio, a tenor de las magnificencias retóricas residenciadas en sus obras, colegimos que, frecuentador asiduo de los parajes de la creación literaria como era (“escritura perpetua”, lo llamó él, ejemplificando tal hábito a través de González Ruano), con seguridad, se exponía, y a pecho descubierto, a aquellas otras corrientes que fluyen por los parajes de lo inusitado.
         En un artículo, Fernando Lázaro Carreter expresó muy gráficamente a través de una analogía obrada por Altolaguirre en un poema de “Las islas invitadas” lo que es una corriente de belleza tropológica fluyente por entre el ingenio y la belleza consustanciales al hallazgo que es toda pieza de buena poesía.
         Pues bien, Umbral vivió gran parte de su vida entre dos bien diferenciadas volátiles ráfagas: aquellas de las que huía en el ámbito civil (reales o quijotescamente presumidas) y aquellas otras, emboscadoras, las cuales suelen aparecer a salto de mata por los pagos de la republica de las bellas letras envueltas con papel de sugerente revelación. Las segundas, muy al contrario que las primeras, abrigan el alma, un alma, en el caso de Umbral, si damos crédito a los apuntes de la profesora Caballé, harto vulnerable a la adversa climatología de una vida por momentos inmisericorde.
         Al ser eminentemente prosista, Umbral abre en sus escritos constantemente las ventanas de la línea continua, quedando oreados por demás sus textos e impregnados por la fragancia de un acervo barroco diestramente asimilado y metabolizado.
         Siempre me gustó mucho leer lo que escribía Umbral sobre literatura y literatos, sobre todo cuando lo hacía acerca de aquellos que emparentaban con él en el uso de ciertos barroquizantes ardides. A través de dichos autores él mismo se glosaba literariamente sin incurrir en lo estilístico-autorreferencial, que no es elegante por más que muchos en la actualidad ante la falta de crítica exterior se critiquen ellos mismos, ¿quién más condescendiente? Umbral, consciente o inconscientemente, lo hacía de manera indirecta cuando glosaba las características de aquellos de los que porta literarios cromosomas. Veamos esto que escribía sobre Quevedo: “El barroco de Quevedo es exceso de ideas, calentura de imágenes, un reborondeamiento de todas las verdades y todas las mentiras, una manera de subrayar la vida con más vida, el aire con más luz, la noche con más miedo, la rosa con más fuego y la hembra con más pecado” (cf. en “Diario político y sentimental”, Planeta de Bolsillo, Barcelona, 2000, p. 164). El breve texto condensa no solo una manera muy plástica y gráfica de referir el contenido, sino asimismo una ráfaga de lirismo y audacia que si se compartimentara el pasaje en versos (de en torno a siete sílabas cada uno) tendríamos un encantador poema con discursividad aparejada a las sinestesias por entre las cuales se cuela la brisa insinuante del ingenio poético.
         A continuación ofrecemos otro ejemplo de esas corrientes de lírica beldad que se filtran por los recovecos de la prosa umbraliana: “Salgo al jardín al atardecer. Muere septiembre. Estoy bajo el pinabeto más cercano, que levanta siete metros sobre mi cabeza. Si miro al cielo gris, el ramaje del árbol tiene arquitectura interior de catedral. Supongo que fue al revés, que el gótico y esas cosas nacieron a imitación de la naturaleza. Pero entre el templo y el árbol yo opto por el árbol. Está aquí, lo miro todos los días, lleno de sol de la mañana a la tarde, o respirando la calma, la nublada belleza del día” (“Ibid.”, p. 20). El juego de personificaciones y sinestesias ensalzan la referencia a un acto cotidiano elevándolo a recintos de honda poesía. Y sigue: “Si miro a través del ramaje, el cielo está mucho más alto y todavía tiene luz de tarde, un lento azul que se resiste a desaparecer. La corteza del árbol tiene algo sagrado y salvaje, como el torso de un viejo animal muerto o la aspereza de un dios” (“Ibid.”, pp. 20-21).
         En unas pocas líneas Umbral teje una égloga en prosa en la que los mimbres más cotidianos son trocados en otra cosa merced a la fe engendradora de nuestro literato: “he leído los periódicos, que son como grandes gaviotas de papel que todavía vienen a picotear mi carroña periodística” (“Ibid.”, p. 21).
         Estos tres últimos pasajes traídos pertenecen a una jornada (lunes 29 de septiembre) de las que engrosan una obra diarística; Umbral torna literaria orfebrería lo que pudiera presumirse romo y plúmbeo. Riza la lisura, tirabuzonea lo inane obrando algo edificantemente inspirado. Así acaba dicha jornada: “La algia del hombro me duele dulcemente, se va disipando. Lástima, porque ya empezaba a acostumbrarme” (“Ibid.”, p. 22).

         Las muestras aquí traídas nos ofrecen a un Francisco Umbral situado entre dos corrientes: entre las corrientes de aire y los vientos furibundos de la vida, y esa cálida y suave brisa, que se genera en muy determinados reductos literarios, a la cual se abandonaba en última instancia nuestro escritor.
 
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