Diego
Vadillo López
Escritor
y crítico de Arte y Literatura
“[…]
su terror al frío no es una pose snob, aunque puede parecerlo cuando se pone
unos leotardos bajo los pantalones, una faja para abrigarle el vientre, se mete
la americana del revés, con la tela de la espalda cubriéndole el pecho para
protegerse de una corriente de aire, o recibe a los periodistas envuelto en un
par de albornoces (uno encima de otro) sobre su camisa y pantalón, y varias
estufas dispuestas a complementar los grados proporcionados por la calefacción
general de la casa. Su miedo al aire acondicionado es motivo de bromas, pero lo
cierto es que cualquier golpe de aire le enfría: décimas de fiebre, malestar,
mareos… Entre veintiocho y treinta grados es su temperatura ideal. […]”
(Caballé,
Anna: “Francisco Umbral. El frío de una vida”, Espasa, Madrid, 2004, p. 324).
La profesora Anna Caballé encontraba en una
sicosomatizada hipotermia uno de los condicionantes clave de entre los que pudieron
determinar el temperamento de Francisco Umbral. Parece ser que nuestro premio
Cervantes tenía miedo a las corrientes de aire por las consecuencias que estas
podían acarrear a su lábil naturaleza. En cambio, a tenor de las magnificencias
retóricas residenciadas en sus obras, colegimos que, frecuentador asiduo de los
parajes de la creación literaria como era (“escritura perpetua”, lo llamó él,
ejemplificando tal hábito a través de González Ruano), con seguridad, se
exponía, y a pecho descubierto, a aquellas otras corrientes que fluyen por los
parajes de lo inusitado.
En
un artículo, Fernando Lázaro Carreter expresó muy gráficamente a través de una
analogía obrada por Altolaguirre en un poema de “Las islas invitadas” lo que es
una corriente de belleza tropológica fluyente por entre el ingenio y la belleza
consustanciales al hallazgo que es toda pieza de buena poesía.
Pues
bien, Umbral vivió gran parte de su vida entre dos bien diferenciadas volátiles
ráfagas: aquellas de las que huía en el ámbito civil (reales o quijotescamente
presumidas) y aquellas otras, emboscadoras, las cuales suelen aparecer a salto
de mata por los pagos de la republica de las bellas letras envueltas con papel
de sugerente revelación. Las segundas, muy al contrario que las primeras,
abrigan el alma, un alma, en el caso de Umbral, si damos crédito a los apuntes
de la profesora Caballé, harto vulnerable a la adversa climatología de una vida
por momentos inmisericorde.
Al
ser eminentemente prosista, Umbral abre en sus escritos constantemente las
ventanas de la línea continua, quedando oreados por demás sus textos e
impregnados por la fragancia de un acervo barroco diestramente asimilado y
metabolizado.
Siempre
me gustó mucho leer lo que escribía Umbral sobre literatura y literatos, sobre
todo cuando lo hacía acerca de aquellos que emparentaban con él en el uso de
ciertos barroquizantes ardides. A través de dichos autores él mismo se glosaba
literariamente sin incurrir en lo estilístico-autorreferencial, que no es
elegante por más que muchos en la actualidad ante la falta de crítica exterior
se critiquen ellos mismos, ¿quién más condescendiente? Umbral, consciente o
inconscientemente, lo hacía de manera indirecta cuando glosaba las
características de aquellos de los que porta literarios cromosomas. Veamos esto
que escribía sobre Quevedo: “El barroco de Quevedo es exceso de ideas,
calentura de imágenes, un reborondeamiento de todas las verdades y todas las
mentiras, una manera de subrayar la vida con más vida, el aire con más luz, la
noche con más miedo, la rosa con más fuego y la hembra con más pecado” (cf. en
“Diario político y sentimental”, Planeta de Bolsillo, Barcelona, 2000, p. 164).
El breve texto condensa no solo una manera muy plástica y gráfica de referir el
contenido, sino asimismo una ráfaga de lirismo y audacia que si se
compartimentara el pasaje en versos (de en torno a siete sílabas cada uno)
tendríamos un encantador poema con discursividad aparejada a las sinestesias
por entre las cuales se cuela la brisa insinuante del ingenio poético.
A
continuación ofrecemos otro ejemplo de esas corrientes de lírica beldad que se
filtran por los recovecos de la prosa umbraliana: “Salgo al jardín al
atardecer. Muere septiembre. Estoy bajo el pinabeto más cercano, que levanta
siete metros sobre mi cabeza. Si miro al cielo gris, el ramaje del árbol tiene
arquitectura interior de catedral. Supongo que fue al revés, que el gótico y
esas cosas nacieron a imitación de la naturaleza. Pero entre el templo y el
árbol yo opto por el árbol. Está aquí, lo miro todos los días, lleno de sol de
la mañana a la tarde, o respirando la calma, la nublada belleza del día”
(“Ibid.”, p. 20). El juego de personificaciones y sinestesias ensalzan la
referencia a un acto cotidiano elevándolo a recintos de honda poesía. Y sigue:
“Si miro a través del ramaje, el cielo está mucho más alto y todavía tiene luz
de tarde, un lento azul que se resiste a desaparecer. La corteza del árbol
tiene algo sagrado y salvaje, como el torso de un viejo animal muerto o la
aspereza de un dios” (“Ibid.”, pp. 20-21).
En
unas pocas líneas Umbral teje una égloga en prosa en la que los mimbres más
cotidianos son trocados en otra cosa merced a la fe engendradora de nuestro
literato: “he leído los periódicos, que son como grandes gaviotas de papel que
todavía vienen a picotear mi carroña periodística” (“Ibid.”, p. 21).
Estos
tres últimos pasajes traídos pertenecen a una jornada (lunes 29 de septiembre)
de las que engrosan una obra diarística; Umbral torna literaria orfebrería lo
que pudiera presumirse romo y plúmbeo. Riza la lisura, tirabuzonea lo inane
obrando algo edificantemente inspirado. Así acaba dicha jornada: “La algia del
hombro me duele dulcemente, se va disipando. Lástima, porque ya empezaba a
acostumbrarme” (“Ibid.”, p. 22).
Las
muestras aquí traídas nos ofrecen a un Francisco Umbral situado entre dos corrientes:
entre las corrientes de aire y los vientos furibundos de la vida, y esa cálida
y suave brisa, que se genera en muy determinados reductos literarios, a la cual
se abandonaba en última instancia nuestro escritor.