PAULA
CABILDO FIGUEROA
I
¿Quién
es el hombre vestido de negro? ¿Será acaso Adán, dado que la Señora esconde una
manzana mordisqueada? Una manzana ácida... Flores rojas surgiendo de sabrá Dios
qué limo... ¿Quién es la Dama del Corsé? ¿Será hijo suyo el extraño niño de
color rojo y alas endebles? ¿No os recuerdan, en alguna extraña manera, a la
Venus y Cupido de Broncino, esa especie de niño demasiado picante para ser su
hijo? ¿Y esas burbujas verdes, y el raro ingenio del cual salen? ¿Recordarán
esas Vánitas barrocas en que la vida es una pompa de jabón? ¿Serán verde
esperanza o estarán verdes de envidia?
¿Qué monstruos nos muestra esa especie
de intelectual existencialista, esa especie de planta morada, ese búho con
manos muertas (porque, ¿qué ha de servirle su sabiduría?) ¿Os recuerdan a
Kubin, o más bien a Goya? ¿Qué tocado es el del Cristo que parece coronado más
con cardos o con cornamentas de ciervo que con espinas? Parece el mismo cardo
que lleva en las manos... el embudo es el tocado de los locos, no se lo puede
poner. Pero, ¿por qué tiene ojos? ¿Nos mira la locura, su locura triste?
¿Recuerda el mar la concha que descansa en la mesa? ¿Eso son tatuajes? ¿Y la
escarapela? ¿Son sus doctores, pobre loco, los hombres contemporáneos que tiene
detrás? ¿Será la mujer del corsé raro su obsesión? ¿Qué sujeta ese corsé
inútil, como no sea a ella? ¿Dónde está, que el cielo es marrón? ¿Tiene detrás
factorías, restos del naufragio suyo, nuestro, colectivo?
¿Relojeros sabios? ¿Relojes alados?
¿Pájaros que recuerdan jarrones? ¿Por qué nos mira el relojero, o el “relojado”
de forma tan triste? La vida es corta, ah, ya... no estaría V.D. tan triste si
con tanto reloj no recordara su fugacidad. ¿Qué habrá salido de ese huevo...?
Por fin un lugar amable, un parque, un
paraíso como es debido... algo exagerado, ¿por qué esa chica nos enseña el
culo, que es eso de ir cagando mariposas? Esto es grotesco, esto de El Bosco,
esta niña se ha escapado del jardín de las delicias. ¿Ese pelo rojo es el de
las flores del mal, de las mujeres fatales...? ¿Será su rostro el de una
muchacha tan joven como parece, o resultará ser una harpía si se da la vuelta?
¿Será, que se ha bajado por fin del columpio, la señorita de Fragonard? (Su
mirón se debió haber aburrido hace rato...)
¿Qué ocaso será este, el de Sodoma o el
de Gomorra? ¿Dónde son tan pecaminosas las sillas para tener órganos sexuales?
¡Ni Freud se hubiera atrevido con esto...! ¿Por qué un pavimento en damero, en
liza con las olas? El civilizado ajedrez enfrentado al mar. Y más burbujas,
pero esta vez no vemos la máquina de donde salen. Abismos negros. Damas
disfrazadas. Máscaras venecianas que tapan, sin tapar, los auténticos pechos.
Un ejército de machos tras ella, dispuestos, a su servicio, toreros o
cretenses, todos ataviados con cuernos y capotes. Arquitecturas raras...
*****
II
Baruch
Elon fue un pintor judío del siglo XX.
Hay que empezar por aquí. No porque
hablar de los orígenes de alguien sea fundamental al encabezar un escrito sobre
él (esto no es una biografía) sino porque hay condiciones que no pueden
obviarse. Una de ellas es la de haber sido judío en el siglo XX.
No es algo evidente. No nos habla de su
condición como pueda hablarnos un Zoran Musik (“No somos los últimos”).
Cualquiera que vea estos cuadros, va a percibir enseguida a un europeo, quizá
un norteamericano: son imágenes occidentales, que nos hablan de lo que somos.
Las referencias están claras. En primer lugar, el surrealismo. No se encuentran
paraguas y máquinas de coser en la mesa de operaciones, como hubiera querido la
definición oficiosa, pero sí suelos ajedrezados con olas o sillas con pechos
(que remite inquietantemente a Le Viol de Magritte). Pero pese a estos raros
“atrezzos”, la mayoría de los encuentros de estos cuadros no son tan raros.
Sacerdotes con muchachas, damas enmascaradas con cornudos al fondo, no pasan de
ser una sátira de nuestra sociedad. Los espacios naturales, suponemos que
añorados; pero espacios con una cierta lógica, no los desestructurados de
Chagall. El abigarramiento y un cierto carácter me recuerdan a Chagall, aunque
la verdad es que tiene poco en común. El dibujo de Chagall parece naïf, pero
sólo al primer vistazo: luego se ve que es suelto y capaz. Y su color es más
fauve. El dibujo de Elron recuerda al de Magritte: un dibujo intelectual, que
describe lo que desea crear con minucia, un dibujo que es una exposición de
tesis bien escritas o una descripción cientifista. Sin la soltura poética de
Chagall. Bonito, muy bonito: colores vivos, pero sin dejar de ser armónicos,
dibujo preocupado por la belleza: nos encontramos ante un pintor. Que en su
pintura haya ideas no significa que nos hallemos ante un artista conceptual.
Estamos ante un pintor a la antigua usanza, no un expresionista ni un pop, sino
uno de los que se toman su trabajo en serio. Y todo el imaginario es el
nuestro, más elaborado, vuelto a trabajar como trabaja los clásicos otra vez
cada generación, como relee la “Biblia”; un cuadro en que un Sansón no pasaba
de superhéroe tirando un castillo me dio la clave de que quizá Elron quiere
reflexionar sobre el absurdo de unos mitos fundacionales que no pasan de ser
vanguardias de los estereotipos más pop. Me gustó esa sospecha de que la base
de nuestra civilización es en realidad un tebeo para adolescentes. Pero Elron
nos lo vuelve a dar no solo filtrado por la visión del cómic americano sino por
la historia del arte occidental, con mujeres fértiles como Venus o artistas que
recuerdan a Durero o tocados como Archimboldo. Toda la historia de la pintura
se basa en interpretar una y otra vez, con cada época, los mismos mitos, y en
ello retratarnos a todos, y Elron no hace otra cosa. Y es normal que tenga que
reflexionar, y mire con sospecha, una y otra, vez en los mitos que fundan
nuestra civilización y a la vez la suya, los orígenes de un cristianismo que ha
acabado dispersando por todo el mundo a su gente, y solo tras la barbarie de la
segunda guerra mundial les ha dejado retornar al punto de partida.
Los personajes de Elron son disfrazados
sociales. No son gente que oculta su identidad tras máscaras, como puedan ser
las inquietantes máscaras de Ensor (quién sabe qué tienen tras de sí), sino
gente como usted o como yo. Sus disfraces, que en realidad son uniformes
laborales, les transforman en otra cosa: dejan de ser personas con nombre y
apellido para ser rabinos o sacerdotes o policías. Al ponernos un uniforme nos
despersonalizamos asumiendo un papel. Nos disolvemos en algo más grande. Y los
personajes de Elron son perfectamente conscientes, de la importancia social y
religioso que les acompaña solo por ejercerla con su aspecto artificial.
Aspecto artificial que se coloca, con orden cívico, en paisajes entre naturales
y surrealistas (lo que fue sin duda, y también trágica, la existencia de la
Europa del siglo XX), esos desiertos compuestos por suelos sin vegetación y
cielos rabiosamente azules, como lo ha sido nuestra primera luz del
Mediterráneo que dio lugar a nuestra civilización, que baña nuestro continente
y la tierra prometida de Israel en que Baruch se instaló. Añoranza de la
naturaleza de quien está absolutamente socializado.
Nada raro, en suma, salvo los elementos
habituales, técnicos e iconográficos, que se combinan de manera inusual para
contar otras cosas, o sólo para dar un raro matiz a lo que siempre hemos visto
y nunca nos hemos parado a pensar que no debiéramos haber dado tantas cosas por
sentadas.
Y la mujer. Decía Bachelard que Adán se
encontró a Eva al despertar de un sueño, y por eso la mujer nos parece tan
hermosa. La mujer que es la naturaleza, lo térreo y la noche, el resultado del
sueño y el cuerpo del hombre y de la más artística labor de Dios, si seguimos a
la Biblia omnipresente, en la obra de Baruch en particular y en nuestra
sociedad en general. La mujer que es el pecado. Las mujeres de Elron son
sospechosas en su hermosura: llevan raros disfraces, que siempre dejan los
encantos al aire, no vemos sus rostros. No tienen identidad, o mejor, su
identidad no importa, o simplemente la identidad se configura con pechos y con
culos, culos que cagan mariposas como en un sueño del Bosco. Los hombres ocupan
puestos sociales, son rabinos o sacerdotes. Tienen sabiduría y autoridad. Las
mujeres son maravillosamente naturales, o más bien tienen la naturalidad de las
chicas de los anuncios de perfumes, cagando mariposas. Podemos también decir
que su artificialidad las construye de maquillaje y corsés, con una feminidad
exagerada, o son corsés que las sujetan, siempre sin saber si las ayudan a
tenerse en pie como a Frida Kahlo o si son prisiones impuestas por una sociedad
que intenta, desesperadamente, sujetar tanta fuerza natural. Al hombre le da su
estatus la barba; a estas señoras y señoritas, los magníficos culos, que las
sitúan en un pie de igualdad o hasta de superioridad plástica frente a los
hombres. El hombre es la sociedad, el cargo que da el uniforme. La mujer es la
sabiduría telúrica, la fertilidad que no tiene por qué ser sabia, pero que
tiene todo el poder de la creación. Donde el rabino se subordina a la sociedad,
la mujer solo responde a las fuerzas de la naturaleza, situando al ser humano
en su justo término: no exactamente una construcción de la sociedad sino algo híbrido,
no muy natural, no muy intelectual.
*****
III
¿Realmente,
es tan monstruoso el Hombre, después del
Pecado?