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ANÁLISIS DE PAULA CABILDO

jueves, 27 de abril de 2017

PAULA CABILDO FIGUEROA

I

¿Quién es el hombre vestido de negro? ¿Será acaso Adán, dado que la Señora esconde una manzana mordisqueada? Una manzana ácida... Flores rojas surgiendo de sabrá Dios qué limo... ¿Quién es la Dama del Corsé? ¿Será hijo suyo el extraño niño de color rojo y alas endebles? ¿No os recuerdan, en alguna extraña manera, a la Venus y Cupido de Broncino, esa especie de niño demasiado picante para ser su hijo? ¿Y esas burbujas verdes, y el raro ingenio del cual salen? ¿Recordarán esas Vánitas barrocas en que la vida es una pompa de jabón? ¿Serán verde esperanza o estarán verdes de envidia?
        ¿Qué monstruos nos muestra esa especie de intelectual existencialista, esa especie de planta morada, ese búho con manos muertas (porque, ¿qué ha de servirle su sabiduría?) ¿Os recuerdan a Kubin, o más bien a Goya? ¿Qué tocado es el del Cristo que parece coronado más con cardos o con cornamentas de ciervo que con espinas? Parece el mismo cardo que lleva en las manos... el embudo es el tocado de los locos, no se lo puede poner. Pero, ¿por qué tiene ojos? ¿Nos mira la locura, su locura triste? ¿Recuerda el mar la concha que descansa en la mesa? ¿Eso son tatuajes? ¿Y la escarapela? ¿Son sus doctores, pobre loco, los hombres contemporáneos que tiene detrás? ¿Será la mujer del corsé raro su obsesión? ¿Qué sujeta ese corsé inútil, como no sea a ella? ¿Dónde está, que el cielo es marrón? ¿Tiene detrás factorías, restos del naufragio suyo, nuestro, colectivo?
        ¿Relojeros sabios? ¿Relojes alados? ¿Pájaros que recuerdan jarrones? ¿Por qué nos mira el relojero, o el “relojado” de forma tan triste? La vida es corta, ah, ya... no estaría V.D. tan triste si con tanto reloj no recordara su fugacidad. ¿Qué habrá salido de ese huevo...?
        Por fin un lugar amable, un parque, un paraíso como es debido... algo exagerado, ¿por qué esa chica nos enseña el culo, que es eso de ir cagando mariposas? Esto es grotesco, esto de El Bosco, esta niña se ha escapado del jardín de las delicias. ¿Ese pelo rojo es el de las flores del mal, de las mujeres fatales...? ¿Será su rostro el de una muchacha tan joven como parece, o resultará ser una harpía si se da la vuelta? ¿Será, que se ha bajado por fin del columpio, la señorita de Fragonard? (Su mirón se debió haber aburrido hace rato...)
        ¿Qué ocaso será este, el de Sodoma o el de Gomorra? ¿Dónde son tan pecaminosas las sillas para tener órganos sexuales? ¡Ni Freud se hubiera atrevido con esto...! ¿Por qué un pavimento en damero, en liza con las olas? El civilizado ajedrez enfrentado al mar. Y más burbujas, pero esta vez no vemos la máquina de donde salen. Abismos negros. Damas disfrazadas. Máscaras venecianas que tapan, sin tapar, los auténticos pechos. Un ejército de machos tras ella, dispuestos, a su servicio, toreros o cretenses, todos ataviados con cuernos y capotes. Arquitecturas raras...
*****
II

Baruch Elon fue un pintor judío del siglo XX.
        Hay que empezar por aquí. No porque hablar de los orígenes de alguien sea fundamental al encabezar un escrito sobre él (esto no es una biografía) sino porque hay condiciones que no pueden obviarse. Una de ellas es la de haber sido judío en el siglo XX.
        No es algo evidente. No nos habla de su condición como pueda hablarnos un Zoran Musik (“No somos los últimos”). Cualquiera que vea estos cuadros, va a percibir enseguida a un europeo, quizá un norteamericano: son imágenes occidentales, que nos hablan de lo que somos. Las referencias están claras. En primer lugar, el surrealismo. No se encuentran paraguas y máquinas de coser en la mesa de operaciones, como hubiera querido la definición oficiosa, pero sí suelos ajedrezados con olas o sillas con pechos (que remite inquietantemente a Le Viol de Magritte). Pero pese a estos raros “atrezzos”, la mayoría de los encuentros de estos cuadros no son tan raros. Sacerdotes con muchachas, damas enmascaradas con cornudos al fondo, no pasan de ser una sátira de nuestra sociedad. Los espacios naturales, suponemos que añorados; pero espacios con una cierta lógica, no los desestructurados de Chagall. El abigarramiento y un cierto carácter me recuerdan a Chagall, aunque la verdad es que tiene poco en común. El dibujo de Chagall parece naïf, pero sólo al primer vistazo: luego se ve que es suelto y capaz. Y su color es más fauve. El dibujo de Elron recuerda al de Magritte: un dibujo intelectual, que describe lo que desea crear con minucia, un dibujo que es una exposición de tesis bien escritas o una descripción cientifista. Sin la soltura poética de Chagall. Bonito, muy bonito: colores vivos, pero sin dejar de ser armónicos, dibujo preocupado por la belleza: nos encontramos ante un pintor. Que en su pintura haya ideas no significa que nos hallemos ante un artista conceptual. Estamos ante un pintor a la antigua usanza, no un expresionista ni un pop, sino uno de los que se toman su trabajo en serio. Y todo el imaginario es el nuestro, más elaborado, vuelto a trabajar como trabaja los clásicos otra vez cada generación, como relee la “Biblia”; un cuadro en que un Sansón no pasaba de superhéroe tirando un castillo me dio la clave de que quizá Elron quiere reflexionar sobre el absurdo de unos mitos fundacionales que no pasan de ser vanguardias de los estereotipos más pop. Me gustó esa sospecha de que la base de nuestra civilización es en realidad un tebeo para adolescentes. Pero Elron nos lo vuelve a dar no solo filtrado por la visión del cómic americano sino por la historia del arte occidental, con mujeres fértiles como Venus o artistas que recuerdan a Durero o tocados como Archimboldo. Toda la historia de la pintura se basa en interpretar una y otra vez, con cada época, los mismos mitos, y en ello retratarnos a todos, y Elron no hace otra cosa. Y es normal que tenga que reflexionar, y mire con sospecha, una y otra, vez en los mitos que fundan nuestra civilización y a la vez la suya, los orígenes de un cristianismo que ha acabado dispersando por todo el mundo a su gente, y solo tras la barbarie de la segunda guerra mundial les ha dejado retornar al punto de partida.
        Los personajes de Elron son disfrazados sociales. No son gente que oculta su identidad tras máscaras, como puedan ser las inquietantes máscaras de Ensor (quién sabe qué tienen tras de sí), sino gente como usted o como yo. Sus disfraces, que en realidad son uniformes laborales, les transforman en otra cosa: dejan de ser personas con nombre y apellido para ser rabinos o sacerdotes o policías. Al ponernos un uniforme nos despersonalizamos asumiendo un papel. Nos disolvemos en algo más grande. Y los personajes de Elron son perfectamente conscientes, de la importancia social y religioso que les acompaña solo por ejercerla con su aspecto artificial. Aspecto artificial que se coloca, con orden cívico, en paisajes entre naturales y surrealistas (lo que fue sin duda, y también trágica, la existencia de la Europa del siglo XX), esos desiertos compuestos por suelos sin vegetación y cielos rabiosamente azules, como lo ha sido nuestra primera luz del Mediterráneo que dio lugar a nuestra civilización, que baña nuestro continente y la tierra prometida de Israel en que Baruch se instaló. Añoranza de la naturaleza de quien está absolutamente socializado.
        Nada raro, en suma, salvo los elementos habituales, técnicos e iconográficos, que se combinan de manera inusual para contar otras cosas, o sólo para dar un raro matiz a lo que siempre hemos visto y nunca nos hemos parado a pensar que no debiéramos haber dado tantas cosas por sentadas.
        Y la mujer. Decía Bachelard que Adán se encontró a Eva al despertar de un sueño, y por eso la mujer nos parece tan hermosa. La mujer que es la naturaleza, lo térreo y la noche, el resultado del sueño y el cuerpo del hombre y de la más artística labor de Dios, si seguimos a la Biblia omnipresente, en la obra de Baruch en particular y en nuestra sociedad en general. La mujer que es el pecado. Las mujeres de Elron son sospechosas en su hermosura: llevan raros disfraces, que siempre dejan los encantos al aire, no vemos sus rostros. No tienen identidad, o mejor, su identidad no importa, o simplemente la identidad se configura con pechos y con culos, culos que cagan mariposas como en un sueño del Bosco. Los hombres ocupan puestos sociales, son rabinos o sacerdotes. Tienen sabiduría y autoridad. Las mujeres son maravillosamente naturales, o más bien tienen la naturalidad de las chicas de los anuncios de perfumes, cagando mariposas. Podemos también decir que su artificialidad las construye de maquillaje y corsés, con una feminidad exagerada, o son corsés que las sujetan, siempre sin saber si las ayudan a tenerse en pie como a Frida Kahlo o si son prisiones impuestas por una sociedad que intenta, desesperadamente, sujetar tanta fuerza natural. Al hombre le da su estatus la barba; a estas señoras y señoritas, los magníficos culos, que las sitúan en un pie de igualdad o hasta de superioridad plástica frente a los hombres. El hombre es la sociedad, el cargo que da el uniforme. La mujer es la sabiduría telúrica, la fertilidad que no tiene por qué ser sabia, pero que tiene todo el poder de la creación. Donde el rabino se subordina a la sociedad, la mujer solo responde a las fuerzas de la naturaleza, situando al ser humano en su justo término: no exactamente una construcción de la sociedad sino algo híbrido, no muy natural, no muy intelectual.
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III


¿Realmente, es tan  monstruoso el Hombre, después del Pecado?

 
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