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ANÁLISIS DE IVÁN SOTO SAN ANDRÉS

jueves, 27 de abril de 2017

IVÁN SOTO SAN ANDRÉS

EL RELOJERO

El reloj es una imagen muy potente que ha sido utilizada con fruición como metáfora por artistas y literatos: no en vano se trata de un mecanismo preciso, complejo y de funcionamiento inexorable. Por este motivo, no debe extrañar que algunas mentes racionalistas como Descartes o Voltaire concibieran a Dios como el relojero universal. Pero en esta obra de Baruch Elron, el reloj no está asociado al universo, sino al hombre.  El reloj es un doble símbolo; la naturaleza da a cada uno una existencia que se traduce en un transitar por el tiempo y el espacio, tal y como lo hacen sus manecillas; y al mismo tiempo es la pretensión de imponerse a las reglas indefectibles de ese tránsito lo que hace que la rutina vital gire al son del artificioso tic tac —no puedo dejar de recordar que, tal y como dicen los beréberes del desierto, “vosotros tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”—.
        De una forma o de otra,  todos en nuestra era nos hemos convertido en relojeros a fuer de tratar de controlar las circunstancias que nos rodean; no en vano  algún autor ha apuntado que fue  la invención del cronómetro, por encima de la máquina de vapor, la que hizo posible el advenimiento de la modernidad.
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LA DANZA DE LAS MARIPOSAS

García Lorca decía que la poesía no quiere adeptos, quiere amantes;  sinestesia mediante, esta cita es aplicable a la obra de Baruch, y es precisamente en “La danza de las mariposas” donde el pintor demuestra que es capaza de llevar su particular lirismo visual a registros casi opuestos en su forma, aunque no en su fondo; aquí la cuestión metafísica sigue  siendo la fuerza que mueve los pinceles, pero lo hace  trocando el cariz acre y sombrío de sus cuadros de temática bíblica por un tono melifluo y apacible, mucho más acorde al tema tratado en esta ocasión.
        Y es que el cuadro es un canto a la vida, entendida de una forma un tanto aristotélica, como un fluir desde la potencia al acto; es un movimiento vital que provoca cambios profundos en el ser para llenar de plenitud lo que es imperfecto e incompleto.
        Juventud, sensualidad y alegría se conjugan para ofrecer al espectador una imagen incontestable de optimismo existencial. Para ello, el artista se vale de dos poderosas metonimias integradas armoniosamente hasta completar la alegoría: la joven de espaldas al espectador, que invita a  imaginar la totalidad de su lozano cuerpo bajándose la ropa interior, y las mariposas —símbolo de renovación muy presente en la pintura de Baruch Elron— que parecen acompañarla en este gesto de frescura y desenfado.
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EL ARTISTA COMO MÁRTIR DEL SIGLO XX

Es difícil que una obra de Elron deje a quien la observa indiferente, y ésta no es desde luego una excepción. La potente imagen del personaje central, la compleja y enigmática composición, y la iconografía surrealista propia y prestada de otros artistas, contribuyen a hacer partícipe al espectador del estoico sufrimiento del artista.
        En cualquier periodo histórico, la mayoría de quienes han hecho del arte su profesión y estilo de vida han tenido que abrir su talento al mundo en unas circunstancias penosas; pero es seguramente en el siglo XX donde más se ha pervertido la creatividad artística. Se trata de una época que la perspectiva temporal nos presenta cada vez con más infausto recuerdo, pues, además de los conflictos y masacres más espeluznantes que ha conocido la humanidad, han ocurrido otros hechos que no por ser “a priori” más pacíficos resultan menos preocupantes. Estos últimos son los que tienen que ver con lo que viene denominándose nada menos que “el fin la Historia”: expansión de la sociedad industrial, aumento de las desigualdades, mercantilización de la cultura y triunfo del modo de producción capitalista sobre cualquier alternativa.
        El arte como la más elevada expresión de lo humano difícilmente puede brotar en un contexto tan deshumanizado. Por eso el pintor acierta al calificar a los artistas del siglo pasado de mártires. Sus esfuerzos y padecimientos en pos de un ideal tan elevado e ingrato como recordarnos lo que somos y no lo que quieren que seamos les hacen acreedores de nuestro reconocimiento. Baruch Elron con esta obra nos facilita esta toma de conciencia hacia la importancia de este colectivo.
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SODOMA Y GOMORRA

Pocos mitos de la tradición judeo-cristiana han llegado hasta nuestros días tan vívidos como el de la destrucción de Sodoma y Gomorra. La resistencia al fenómeno secular —en su acepción temporal y social— se debe al poderoso y tremendo mensaje que la parábola bíblica transmite, logrando alcanzar casi la universalidad, al entroncar con el temor a la providencia. Para un pintor claramente marcado por sus raíces religiosas como Baruch era casi inevitable incorporar a su obra este tema, y lo hizo reinterpretándolo bajo el tamiz del surrealismo y el simbolismo que le caracterizan, en forma y fondo, como artista.
        No se trata de una pintura sencilla de escudriñar. El aparente sentido narrativo del díptico no limita los significados que el espectador puede extraer de él; antes bien,  Baruch explota el tema de tal forma que la imaginación no puede dejar de conjeturar acerca de la verdadera intención del autor.
        Una de las piezas parece querer encuadrar la obra dentro de lo que es el devenir de la humanidad; un devenir casi cíclico, construido a partir de la interacción del libre albedrío y la represión redentora de Dios. Como si de un perverso juego divino se tratara, la naturaleza pecaminosa del hombre había de sobrevivir a las aguas del primer castigo universal como  al fuego y al azufre del segundo; y todo ello sólo para que la acción ejemplarizante se recuerde en el nuevo amanecer.
        El otro cuadro muestra una escena carnavelesca recuerda remotamente a uno de los  episodios bíblicos encuadrados en el título de la obra —los dos hombres en un primer plano podrían ser los ángeles que mandó Yavhé a comprobar la degradación de las costumbres en las míticas ciudades—. En cualquier caso, la obra aspira a trascender lo anecdótico para llegar a lo atemporal; desenfreno y vicio parece que son las inclinaciones que Baruch quiere reflejar en esta parte de “Sodoma y Gomorra”, buscando así unidad con el otro lienzo. Bajo esta óptica, no queda otro remedio que pensar todos los elementos del cuadro en clave de metáfora; ¿encierra un trasfondo moralizante? ¿Busca denunciar la inclinación humana hacia el mal? ¿Es simplemente una representación maniquea del ser humano? Es quien contempla la pintura quien debe sacar su propia significación.
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DESPUÉS DEL PECADO

Nuevamente un tema bíblico inspira a Baruch Elron, y nuevamente es el elemento femenino el que sirve de hilo conductor. En su particular visión del Antiguo Testamento,  el pintor  utiliza el erotismo del cuerpo de la mujer como metáfora del pecado, que aparece desprovisto de un claro significado negativo. Después de todo, fue gracias al triunfo de la tentación, de la serpiente sobre Eva y de ésta sobre Adán, que comenzó la historia de la humanidad. La iconografía que acompaña a la escena principal, y en particular los huevos y el niño, refuerza la idea del pecado original como génesis.

        Lo que más me llama la atención de este cuadro es cómo Elron ha resuelto el juego de fuerzas que han de intervenir en la escena para dar coherencia al relato. Es en la mujer  donde converge la tensión generada entre el demonio, el hombre y el hecho creador, recordando de una forma extraordinariamente aséptica su triple condición de víctima, cómplice y madre del pecado.

 
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