IVÁN SOTO SAN ANDRÉS
EL RELOJERO
El reloj es una
imagen muy potente que ha sido utilizada con fruición como metáfora por
artistas y literatos: no en vano se trata de un mecanismo preciso, complejo y
de funcionamiento inexorable. Por este motivo, no debe extrañar que algunas
mentes racionalistas como Descartes o Voltaire concibieran a Dios como el
relojero universal. Pero en esta obra de Baruch Elron, el reloj no está
asociado al universo, sino al hombre. El
reloj es un doble símbolo; la naturaleza da a cada uno una existencia que se
traduce en un transitar por el tiempo y el espacio, tal y como lo hacen sus
manecillas; y al mismo tiempo es la pretensión de imponerse a las reglas
indefectibles de ese tránsito lo que hace que la rutina vital gire al son del
artificioso tic tac —no puedo dejar de recordar que, tal y como dicen los
beréberes del desierto, “vosotros tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el
tiempo”—.
De una forma o de otra, todos en nuestra era nos hemos convertido en
relojeros a fuer de tratar de controlar las circunstancias que nos rodean; no
en vano algún autor ha apuntado que
fue la invención del cronómetro, por
encima de la máquina de vapor, la que hizo posible el advenimiento de la
modernidad.
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LA DANZA DE LAS MARIPOSAS
García
Lorca decía que la poesía no quiere adeptos, quiere amantes; sinestesia
mediante, esta cita es aplicable a la obra de Baruch, y es precisamente en “La
danza de las mariposas” donde el pintor demuestra que es capaza de llevar su
particular lirismo visual a registros casi opuestos en su forma, aunque no en
su fondo; aquí la cuestión metafísica sigue siendo la fuerza que mueve
los pinceles, pero lo hace trocando el cariz acre y sombrío de sus
cuadros de temática bíblica por un tono melifluo y apacible, mucho más acorde
al tema tratado en esta ocasión.
Y es que el cuadro es un canto a la
vida, entendida de una forma un tanto aristotélica, como un fluir desde la
potencia al acto; es un movimiento vital que provoca cambios profundos en el
ser para llenar de plenitud lo que es imperfecto e incompleto.
Juventud, sensualidad y alegría se
conjugan para ofrecer al espectador una imagen incontestable de optimismo
existencial. Para ello, el artista se vale de dos poderosas metonimias
integradas armoniosamente hasta completar la alegoría: la joven de espaldas al
espectador, que invita a imaginar la totalidad de su lozano cuerpo
bajándose la ropa interior, y las mariposas —símbolo de renovación muy presente
en la pintura de Baruch Elron— que parecen acompañarla en este gesto de
frescura y desenfado.
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EL ARTISTA COMO MÁRTIR DEL SIGLO XX
Es difícil que una obra de
Elron deje a quien la observa indiferente, y ésta no es desde luego una
excepción. La potente imagen del personaje central, la compleja y enigmática
composición, y la iconografía surrealista propia y prestada de otros artistas,
contribuyen a hacer partícipe al espectador del estoico sufrimiento del
artista.
En cualquier periodo histórico, la mayoría de quienes han
hecho del arte su profesión y estilo de vida han tenido que abrir su talento al
mundo en unas circunstancias penosas; pero es seguramente en el siglo XX donde
más se ha pervertido la creatividad artística. Se trata de una época que la
perspectiva temporal nos presenta cada vez con más infausto recuerdo, pues,
además de los conflictos y masacres más espeluznantes que ha conocido la
humanidad, han ocurrido otros hechos que no por ser “a priori” más pacíficos
resultan menos preocupantes. Estos últimos son los que tienen que ver con lo
que viene denominándose nada menos que “el fin la Historia”: expansión de la
sociedad industrial, aumento de las desigualdades, mercantilización de la
cultura y triunfo del modo de producción capitalista sobre cualquier
alternativa.
El arte como la más elevada expresión de lo humano
difícilmente puede brotar en un contexto tan deshumanizado. Por eso el pintor
acierta al calificar a los artistas del siglo pasado de mártires. Sus esfuerzos
y padecimientos en pos de un ideal tan elevado e ingrato como recordarnos lo
que somos y no lo que quieren que seamos les hacen acreedores de nuestro
reconocimiento. Baruch Elron con esta obra nos facilita esta toma de conciencia
hacia la importancia de este colectivo.
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SODOMA Y GOMORRA
Pocos mitos de la tradición
judeo-cristiana han llegado hasta nuestros días tan vívidos como el de la
destrucción de Sodoma y Gomorra. La resistencia al fenómeno secular —en su
acepción temporal y social— se debe al poderoso y tremendo mensaje que la
parábola bíblica transmite, logrando alcanzar casi la universalidad, al
entroncar con el temor a la providencia. Para un pintor claramente marcado por
sus raíces religiosas como Baruch era casi inevitable incorporar a su obra este
tema, y lo hizo reinterpretándolo bajo el tamiz del surrealismo y el simbolismo
que le caracterizan, en forma y fondo, como artista.
No se trata de una pintura sencilla de escudriñar. El
aparente sentido narrativo del díptico no limita los significados que el
espectador puede extraer de él; antes bien,
Baruch explota el tema de tal forma que la imaginación no puede dejar de
conjeturar acerca de la verdadera intención del autor.
Una de las piezas parece querer encuadrar la obra dentro de
lo que es el devenir de la humanidad; un devenir casi cíclico, construido a
partir de la interacción del libre albedrío y la represión redentora de Dios.
Como si de un perverso juego divino se tratara, la naturaleza pecaminosa del
hombre había de sobrevivir a las aguas del primer castigo universal como al fuego y al azufre del segundo; y todo ello
sólo para que la acción ejemplarizante se recuerde en el nuevo amanecer.
El otro cuadro muestra una escena carnavelesca recuerda
remotamente a uno de los episodios
bíblicos encuadrados en el título de la obra —los dos hombres en un primer
plano podrían ser los ángeles que mandó Yavhé a comprobar la degradación de las
costumbres en las míticas ciudades—. En cualquier caso, la obra aspira a
trascender lo anecdótico para llegar a lo atemporal; desenfreno y vicio parece
que son las inclinaciones que Baruch quiere reflejar en esta parte de “Sodoma y
Gomorra”, buscando así unidad con el otro lienzo. Bajo esta óptica, no queda
otro remedio que pensar todos los elementos del cuadro en clave de metáfora;
¿encierra un trasfondo moralizante? ¿Busca denunciar la inclinación humana
hacia el mal? ¿Es simplemente una representación maniquea del ser humano? Es
quien contempla la pintura quien debe sacar su propia significación.
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DESPUÉS DEL PECADO
Nuevamente un tema bíblico
inspira a Baruch Elron, y nuevamente es el elemento femenino el que sirve de
hilo conductor. En su particular visión del Antiguo Testamento, el pintor
utiliza el erotismo del cuerpo de la mujer como metáfora del pecado, que
aparece desprovisto de un claro significado negativo. Después de todo, fue
gracias al triunfo de la tentación, de la serpiente sobre Eva y de ésta sobre
Adán, que comenzó la historia de la humanidad. La iconografía que acompaña a la
escena principal, y en particular los huevos y el niño, refuerza la idea del
pecado original como génesis.
Lo que más me llama la atención de este cuadro es cómo Elron
ha resuelto el juego de fuerzas que han de intervenir en la escena para dar
coherencia al relato. Es en la mujer
donde converge la tensión generada entre el demonio, el hombre y el
hecho creador, recordando de una forma extraordinariamente aséptica su triple
condición de víctima, cómplice y madre del pecado.