Su
historia era de esas historias que son como los dibujos de las cajas de
cerillas en la época en que más monótonas fueron. Todos llevan en el bolsillo
de las cerillas una historia como ésa.
Y cuidado que el caso de engancharse en
los flecos de un mantón de Manila es una manera de tomar una participación
espontánea en la vida.
Pero su corredora de asuntos era la
Inspiración, que parecía como una de esas mujeres que comercian con la reventa
de cosas del Monte de Piedad.
No tenía que ser bella la Inspiración,
sino una correveidile entrometida y con un gran tipo de intriganta y liosa.
Andrés la citaba en los sitios más
recónditos, y es digna de rehacerse la escena de la impaciencia de Andrés
cuando la Inspiración faltaba a su cita.
Andrés, ya muy tarde, se daba cuenta de
que no venía la Inspiración. Estaba en ese rincón del restaurante, muy poco
conocido del público, en que tomaba un poco de queso y vino.
Las mesas con mantel ajedrezado, hecho
con dos clases de blancos, un blanco brillante y otro mate, esperaban a los
posibles invitados.
La inspiración no llegaba. No se abría
la puerta a su paso. Todo estaba solo.
En un rincón del establecimiento se oía
el cuchillo y el tenedor sobre los platos. Alguien quería comerse el blanco
plato, como si fuese un plato hecho de queso.
Andrés miraba por la rendija de la
cortina que tapaba la puerta. La inspiración no venía. Debían aparecer
conjuntamente su rostro y su pulida mano por la rendija del repostero.
Nada. Las lámparas de gas apagadas junto
a las lámparas eléctricas ponían su sombra en la pared.
Los pasos del camarero, meditativo y
siempre con las botas nuevas, le distraían de pensar. ¿En qué ruin conflicto de
familia meditaría? ¿Quizá pensaba que Andrés iba a darle poca propina?
El cocinero de gorro blanco, gran
marmitón antiguo, esperaba que le mandasen echar algo al aceite siempre medio
caliente de la sartén.
Pero Andrés era el único que había
quedado.
¡Y la inspiración sin ir!
¿No oyó la cita? ¿No se acordó de la
cita? ¿No se dio cuenta?
Es señorita fácil —siempre con sombrero—
que acude donde la llaman, que es enamorada y libre. ¿Cómo, pues, no iba?
Entraba siempre como yendo a no
encontrar al que buscaba. Andrés conocía muy bien su gesto. Primero asomaba la
cabeza y después penetraba decidida.
Aquellos días en que faltaba la
Inspiración a la cita le dejaban enfermo, desabrido, suicida, jugando con el
cuchillo de la cena como con un terrible puñal.
Ramón Gómez de la Serna: El novelista, Espasa-Calpe, Madrid, 1973, pp.
64-65.