Escritor y crítico literario
Todo comenzó con la lectura de un poema publicado en el blog de Javier
Martínez: “Mi padre”, de su libro Carne humana. Este era el texto:
MI PADRE
Mi padre. Gordo y sudoroso.
Con mi hermana chica en un brazo
y un muslo de pollo en la otra mano.
Aunque no se note mi madre tiene cogido de la oreja a Joaquín.
Para que se esté quieto.
Mi hermano Carlos no sonríe para que no se le vea la ortodoncia.
Y siguiendo la estampa familiar
a Raquel sentada se le ven las bragas.
Sólo falto yo.
Que hice la foto.
Mi hermana chica se casó y se largó.
Vive en una zona turística. Allí se esterilizó
y depiló con láser sus ingles.
Lo mejor que oí decir de ella es que tiene un amante diez años
más joven que la amante que se echó su marido.
A mi hermano Carlos ya le quitaron la ortodoncia
pero algo de aquellas burlas hace que apenas pase por casa.
Y Joaquín, que ya cumplió los cuarenta,
come allí todos los días.
Y Raquel sigue enseñando sus bragas
en un local más allá de la Avenida de la Paz.
Lleva a cuestas esa felicidad de la que no piensa demasiado.
Mi madre vive sola sin demasiada pena
y mi padre murió hace ya años
infartado por una avalancha de colesterol.
La de veces que le gritaba que dejara de comer
como si fuera un agujero negro.
Aún hablamos sólo de él
cada vez que un pedazo de familia se encuentra.
No es posible renegar de aquella masa de grasa y conservantes
a la que mi madre insistía en que llamáramos padre.
Pero si algo consiguió en su vida, fue sólo a su muerte,
cuando pudo poner por una vez a toda la familia de acuerdo,
de acuerdo en que su vida fue aquella foto.
Desenfocada.
Mal encuadrada.
Mi hermana chica en un brazo
y un muslo de pollo en la otra mano.
Incapaz de decidirse entre darle un beso a la niña
o pegarle un bocado a la comida.
Siempre entre la familia y la carne
el viejo gordo bastardo.
Javier Martínez.
Inmediatamente vinieron a mi cabeza los conflictos típicos promovidos por
mi ambigua y polivalente situación relacionada con la poesía. Pensé:
“Como profesor de Literatura española, sé que este texto le podría costar
un disgusto al neófito docente que osase leerlo en el aula. (Doy fe de que
padres que permiten a sus hijos empaparse de telebasura y embeberse en
televiolencia han denunciado a un compañero por mostrar obras de Bukowski en
clase…).”
“Como incipiente crítico literario, observo una cierta tendencia hacia el
‘realismo sucio’, empleándolo como recurso elemental de protesta, de
contracultura, o como una llamada de atención hacia el lector, aunque de
difícil digestión en algunas ocasiones, por su descuidada formalización.
(También reconozco que la realidad político-social que nos inunda es bastante
“sucia” y no me extraña que la literatura sea un reflejo de ello).”
“Como lector ávido, pero limitado, sé que la Belleza y el Arte son
conceptos aprendidos –más que aprehendidos–, condicionados e impuestos
culturalmente, que no me dejan ser libre para interpretar, ni me permiten
disfrutar del arte independientemente.”
“Como ilusionado poeta, reconozco que toda obra literaria tiene una razón
de existir, inconsciente o premeditada, convulsiva o razonada y que no hay
barreras que la detengan, salvo las del lector, que viene a ser el teórico fin
último, el muro de contención.”
En el centro de este cuadrilátero de fuerzas centrífugas es donde se
halla ahora el poema “Mi padre”, de Javier Martínez. Cada esquina de mi
tetrágono cerebral puja por imponer su razón y logra, en un primer momento un
tótum revolútum que trataré de ordenar y aclarar convenientemente.
Lo primero que se me ocurre para romper el fuego –mejor que el hielo– y
cortar las ataduras previas es desterrar el punto de vista maniqueo (el bien y
el mal, lo bello y lo feo). En esta posición radical tenemos a Gottlieb, que,
hace más de dos siglos, defendía la Estética como la ciencia de lo bello frente
a lo feo o a la disonancia. ¿Qué pensaría Gottlieb de Laocoonte y sus hijos, la
obra de los escultores de la Escuela de Rodas –o la posterior interpretación de
El Greco–? Al margen de su indiscutible “belleza” formal, ¿puede ser el dolor o
el sufrimiento –además del manido retrato del soberano de turno– algo estético
o “bello”? Y, siguiendo con esta retahíla de preguntas retóricas para Gottlieb,
¿qué especulaciones habría hecho si hubiera podido ver un siglo más tarde El
grito de E. Munch? En este caso, y dado el hecho de que no se trata de una
imitación plástica de la naturaleza ni de un tema “agradable”, ¿podría
afirmarse que El grito de Munch no es una obra de arte?
Frente a los valores absolutos preconizados por el etnocentrismo
cultural, al que nos han acostumbrado desde pequeños, y al relativismo cultural
con que nos bombardean desde interesados sectores radicales, me gustaría
proponer un equilibrio ecléctico y encontrar una solución no salomónica para
poder valorar el arte.
Un buen punto de partida sería I. Kant y su concepto de la Estética como
un sentimiento, no como un concepto. Pero también puede resultar peligroso, ya
que afirmar que no hay teoría estética sino opinión estética nos puede llevar a
ser manipulados impunemente y, además, tendríamos que preguntarnos cuáles son
los sentimientos adecuados para juzgar que una obra de arte llega a tal
categoría, a la luz de las emociones provocadas. Sirva como ejemplo de lo dicho
anteriormente algo que todos recordaremos por su difusión mediática: la
restauración del Ecce Homo de Elías García Martínez en Borja (Zaragoza), con el
que posiblemente hayamos experimentado distintos sentimientos frente al
resultado obtenido (que por cierto tiene algún parecido con la figura del
cuadro de Munch citado más arriba…). ¿Habrá que dar la razón a H. Foster cuando
dice que el arte moderno es antiestético?
Creo que ya es el momento de centrarme en el arte de la palabra, en la
Literatura. En esta ocasión ocurre lo mismo que con el arte en general:
distintas concepciones, diferentes perspectivas…
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http://www.azayartmagazine.com/poetica-familiar/
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