El pasado jueves 7 de mayo leí un artículo
de Farah Nayeri en el suplemento “The New York Times International Weekly” (p.
8) de “El País” (“Visitar el estudio de Giacometti en todo su desorden”) y
quedé fascinado sobre todo por los detalles que ofrecía sobre el espacio de
trabajo del escultor suizo, afincado en París, Alberto Giacometti. Escribía:
“vivió y trabajó en un estrecho y abarrotado taller del distrito 14 de París.
Las mesas moteadas de pintura estaban cubiertas de bustos y estatuillas y las
paredes garabateadas con bocetos. El artista pasaba los días y las noches
atareado en aquel local espartano, y parece que solo paraba para comer, todavía
con yeso en el pelo”. Se me antoja el anterior pasaje narrativo-descriptivo
idiosincrásico, ya que bajo el paraguas de tales características caben casi
todos los talleres o estudios de artistas, y cuando digo “artistas” me refiero
a lo que se ha venido configurando como tal a lo largo de los siglos, a aquel que se maneja en
una serie de técnicas y destrezas artesanales emparentadas con sus previas
ideaciones; bueno, eso hasta que estas últimas quisieron acaparar incluso el
lugar que le venía correspondiendo al objeto, suplantándolo por otros de índole
industrial fabricados en serie de forma mecánica. Hoy los avances en lo digital
son asimismo una pértiga que posibilita el salto sobre el arte artesanal (no
confundir con artesanía, carente esta de poética de fondo) tal y como se venía
entendiendo, contribuyendo también a la generación de un nuevo paradigma, en el
que, por otro lado, siguen teniendo vigencia siglos de tradición artística.
A Giacometti, como a Brancusi o a Gómez de
la Serna, le van a reconstruir el taller con fines expositivos, cosa que me parece
muy bien, pero si por algo me parece interesante es porque va a quedar patente
una vez más cómo el artista-intelectual siembre tuvo un claro componente
artesano, obrero.
Diego Vadillo López