por Diego Vadillo López
El
pasado día 11 de octubre se desarrolló un nuevo capítulo de la
larga serie lírica “La Rioja Poética”, un ciclo dirigido y
apuntalado desde hace ya mucho por la poetisa y promotora cultural
Rosario de la Cueva, quien evento tras evento crea una atmósfera
harto propicia para la recitación que siempre acontece
subsiguientemente. Decía el poeta Luis Antonio de Villena que la
poesía de Joaquín Sabina se le antojaba menos lírica que algunas
de sus canciones, cosa que comparto y que, asimismo, me ocurre con
doña Rosario: sus discursos de presentación de los vates que por
allí pasan poseen un componente poético que alcanza estadios de
sublime lirismo fascinadores; en cambio, su poesía es más
contenida, de un impecable corte neoclásico muy en sintonía con la
propia sede del Centro Riojano de Madrid. La emoción la hallo más
en las imágenes alucinadas, hondas y conmovedoras de las prosas
líricas que son sus opúsculos introductorios a la obra de otros
poetas, que en su misma poesía. Su poesía es pulcra, vívida,
sincera… pero, a mi manera de ver, no logra en ella la emoción y
el latido que erige en sus palpitantes discursos, portadores estos de
unas imágenes de gran audacia tropológica y condensadoras de un
notorio placer por acoger en el cenáculo que señorea diestramente a
los más diversos e irregulares versificadores, sabedora de que, al
margen del talento que estos porten, acuden con un número
incuantificable de ilusiones en la faltriquera de sus respectivos
sentimientos, muchos de los cuales trasvasan a sus piezas.
El
recital del pasado martes siguió el guión habitual, doña Rosario
presentó al poeta en cuestión (en esta ocasión tocaba el turno a
Eduardo Velázquez González) apuntando cosas como que la poesía nos
acogía en sus brazos entrañables aportándonos el resguardo
oportuno cuando se trata de sortear las embestidas de un mundo
agreste y emponzoñado en lo trivial. Y continuó apuntando que el
poeta que posteriormente habría de proceder a la recitación se
caracterizaba por una vocación tardía, pero sincera y reflexiva;
que al final de los quehaceres profesionales había tenido a bien
incursionar en el universo poético, dando rienda suelta a su
vocación largo tiempo retenida, siguió afirmando De la Cueva, quien
además parafraseó algunas apreciaciones de Jesús Urceloy, maestro
y referente de Velázquez González: señaló detalles como que este
poeta se caracteriza por su claridad, intencionalidad y
desprendimiento, así como por su humildad, portando el lenguaje del
hombre de la calle, a través del que consigue hacernos sus amigos
desde el primer verso. Y siguió doña Rosario atrayendo más
palabras de Urceloy como las referidas a cuando aquel aseguraba que
Eduardo Velázquez González sigue las estelas del verso limpio y
sonoro.
El
poemario con el que Velázquez González debuta en el mundo de las
bellas letras se titula “Cascarillas de sacapuntas” (Neopatria,
2016) y la mayor parte de los versos que recitó correspondían a él,
sumándose a estos otros inéditos. El título se debe, según el
autor, a que el proceso de creación se le antoja como sacar punta al
alma, descascarillándola hasta llegar a lo esencial. Y es que, a su
entender, el poeta viene a ser un fedatario de la resonancia que los
sentimientos adquieren en su interior. El protagonista de la velada
se definió como un grumete en el barco de la poesía, como un
titiritero de palabras en pos de un paisaje emocional…
El
recital dio comienzo de la mano de la rapsoda Celuchi Zambrano, que
entonó/declamó tres de los poemas del libro “Cascarillas de
sacapuntas”, de los cuales el más emotivo fue el último,
“Despedida a mi padre”, una conmovedora y sentida elegía a
corazón abierto.
De
entre los poemas que recitó el propio Eduardo Velázquez González
me llamaron la atención algunos como aquel que inspira el título
del libro en el que apunta cosas como que el sacapuntas vomita
volutas, mondas, espirales… antojándosele estas “mariposas
disecadas”, imagen que comporta un indubitable rasgo de poesía.
En
otro poema se definía como “un aprendiz en el oficio de vivir”…
algo que, al cabo, somos todos.
Leyó
también otro poema dedicado a su hijo, que hubo de emigrar, pieza de
la cual me llamaron la atención unos versos que decían algo así:
“veo sin mirar/ aunque miro y no veo en la distancia”. De otro no
me pasó desapercibido este pasaje: “Nunca aprendo a volar sin las
alas de mis versos”. Y de otro, “Sonajero de estrellas”,
aprehendí imágenes como: “collar de hilo de plata/ que ensambla
estrellas”. Otro más que me gustó por lo tierno fue “Los reyes
de mi niñez”, ambientado en otro tiempo, cuando no había la
capacidad adquisitiva de hoy, ni siquiera la posibilidad de
endeudamiento, ni la destinación de los caudales a fines que no
fuesen fundamentalmente utilitarios, circunstancias que hacían que
se disfrutase con poco… (o con mucho, según se mire).
En
ese punto se produjo un interludio entre los poemas antes referidos y
los últimos que recitó Velázquez González, ya que su amigo (y
compañero de trabajo cuando ambos eran empleados de banca en tiempos
en los que vieron fenecer al Banco de Vizcaya y al Zaragozano) José
Francisco cantó guitarra en manos y con aire de folk-singer una
pieza que el protagonista de la velada había concebido tras un viaje
a la Patagonia profunda; dicha pieza tenía un estribillo que decía:
“He transitado caminos/ que solo en sueños pisé”, antojándoseme
un tanto machadiano.
Tras
los últimos poemas recitados por Velázquez González después de la
actuación de su amigo y excompañero de fatigas, doña Rosario de la
Cueva instó a los asistentes a que acudiesen a degustar un vino de
Rioja en lo que es ya una tradición en las veladas del ciclo “La
Rioja Poética”.