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EL TIEMPO DE LOS POST-PARTIDOS (Artículo)

jueves, 30 de marzo de 2017



Diego Vadillo López
Escritor, profesor y crítico de Arte y Literatura

Hay ocupaciones profesionales cuyo buen desempeño es harto deseable dada la repercusión que su praxis implica en la salvaguarda de la integridad de las personas. Me refiero, verbigracia, a los médicos, a los controladores aéreos, a los socorristas, etc. Son profesiones, las mencionadas, cuya buena o deficiente ejecución se puede constatar en un plazo casi siempre breve. En otras, como la política, se requiere de un mayor margen temporal para hacer cierto balance de si fue o no adecuada una u otra decisión, salvo que hablemos de casos en los que sea evidente la burda discrecionalidad que mueve al dirigente a optar por una u otra decisión, o lo espurio de la adopción de determinadas políticas públicas. En los regímenes autoritarios, donde la rendición de cuentas no es precisamente un requisito siquiera atisbable, no existe la opción de cuestionar ni la intención ni las consecuencias de una acción política; el responsable es irresponsable, irresponsable en cuanto a tener que asumir responsabilidad alguna por sus acciones. En los regímenes denominados democráticos al menos hay la pugna, el tira y afloja, entre los responsables políticos y la ciudadanía en la que en última instancia revierten las decisiones de los primeros. En los últimos años, tras la última crisis del capitalismo acaecida en el entorno occidental, el ciudadano parece haber despertado de un prolongado letargo, algo visible en los movimientos de contestación que se han venido produciendo y que han encontrado ciertas vías partidistas para lograr hacer entrar en las instituciones algo de esa indignación antes vociferada en las calles. Lo malo es que el sistema (todo sistema) es muy absorbente y diluye en no poca medida los ímpetus de los neófitos en tan selváticos ámbitos representativos. No en vano, el sistema instituido en la Europa del siglo pasado aboca en muy gran medida a la separación sin ambages de representantes y representados, cosa a la que ha contribuido sobremanera el partido como fórmula organizativa de cuadros llamados a competir entre sí en aras de lograr el acceso a la dirección de la gestión del Estado. Los partidos son sistemas organizativos procedentes de los grupos de notables del siglo XVIII que fueron gestionando los diversos ámbitos administrativos aupados en su influencia económica y social. Tal impronta seguiría marcando al partido político incluso cuando este se hizo de masas, pues en la cúspide de estas organizaciones seguían las gentes con mayor instrucción y capacidad económica, sumándose a estos nuevas gentes que, pudiendo venir de más abajo, acabarían aburguesándose.
        La lógica partidista en esencia encierra, al cabo, una lógica elitizadora, segregacionista. Quienes se sitúan en los cuadros de mando de estas organizaciones acaban por sustraerse de las más cardinales lógicas que los han llevado a entrar en esa ocupación[1], acabando por instalarse una irremisible miopía, en las clases políticas de los sistemas democráticos, perjudicial a la postre para quienes son (habrían de ser) el motivo y objeto de su gestión (de su presencia misma en las instituciones). Y lo que vemos es que el ciudadano muchas veces ha de defenderse de determinadas prácticas de estos gestores, colocados muchas veces de la manera más discrecional en determinados cargos por el hecho de que su partido haya obtenido una serie de votos que les han dado carta blanca para hacer y deshacer a su antojo, acertada o desacertadamente, quedando escaso margen al pueblo para revertir errores por palmarios y flagrantes que estos sean.
        Hemos presenciado y sufrido muchas políticas absurdas y perjudiciales para los ciudadanos, que en muchos casos además han supuesto grandes pérdidas económicas para el erario público, pero, salvo en algunos casos, en los que se ha podido probar la gestión ilícita, que han terminado en sede judicial, los políticos pasan por los cargos, gestionan de cualquier manera y aquí paz y después gloria, se acierte o no, y los votantes que han depositado su confianza no merecen ni una explicación, pese a ser los que sufran las consecuencias, por ejemplo, mediante la destinación de menos presupuestos a asuntos de interés social. Es indignante ver a autoproclamados liberales, que solo han vivido de la función pública, dedicarse a socializar pérdidas y privatizar las empresas públicas rentables sin que nada pueda hacer el ciudadano de a pie, a la sazón sobre quien se sostiene todo el tinglado.
        Cuando los partidos ganan las elecciones y gestionan, dirigen dicha gestión administrativa e incontables veces sitúan a gentes de su radio de influencia sin la formación requerida al frente de un alto funcionariado que está ahí por oposición y que se ve atrapado en la obediencia debida al cargo político pese a que sepan y apunten la inconveniencia de una determinada directriz.
        Así las cosas,  dado que sería complicado facilitar el concurso de todos los ciudadanos de un país en la gestión política, en cambio se podrían debatir las más relevantes leyes y decisiones mediante consultas plebiscitarias periódicas[2], haciendo ver al contribuyente lo importante de su implicación. Se habría de limitar la discrecionalidad de los políticos para nombrar cargos de confianza y de poder situar a gentes en determinados puestos de la Administración Pública.
        Además, el tiempo que los partidos dedican a planificar estrategias electorales, para la apropiación del poder y para mermar las posibilidades de los rivales, se habría de emplear en una gestión verdaderamente necesaria y beneficiosa para el común.
        Habría que postular una nueva forma de encuadramiento ciudadano en función de las sensibilidades existentes en cada comunidad, dando a dichos ciudadanos la posibilidad de poder participar en una pugna por acceder a determinados puestos de gestión colectiva por tiempo tasado y bajo la estricta supervisión de todos. De no ser así, la política hoy llamada democrática seguirá siendo la lucha por el poder y la influencia de un grupo limitado de oligarquías en pos de asirse a determinados resortes de influencia político-financiera.
        Solo mediante unas remozadas vías de representación política en las que no queden segregados de la mayoría unos cuantos por pertenecer a una organización u otra, o a los radios de influencia de estas, se podrá paliar la actual disyunción entre clase política y ciudadanía. Se necesitan vías de organización social que eleven los verdaderos problemas del día a día a la palestra, ya que cuando los partidos manejan determinadas cuestiones de interés general, atienden, al abordarlas, a una serie de parámetros limitados, condicionados por agentes, también allende la ciudadanía, que tienen acceso privilegiado a los decisores.
        Hoy parece claro que los sistemas cuyo rejuvenecimiento aquí propugnamos albergan, por otra parte, muy grandes virtudes y salvaguardan ciertas libertades, cosa nada baladí, por ese mismo motivo han de seguir perfeccionándose, y una forma de hacerlo es intentando buscar vías para salvar la enorme brecha que se ha constatado entre los gestores políticos (como clase segregada) y los ciudadanos (como comunidad objeto de las acciones de los primeros), pues es una dedicación, la política, con muy importantes repercusiones en el bienestar de amplias capas poblacionales; por ello ha de caber una alta exigencia a quienes asumen un reto que, como decimos, no es cosa poco relevante.



[1] Eso cuando no han incursionado atraídos por las sinecuras entrevistas y ambicionadas.
[2] Medios técnicos, sin duda, hay.
 
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