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DESDE LA TRINCHERA (Artículo)

jueves, 30 de marzo de 2017


Raúl Galache García
Escritor, profesor y crítico literario

Entre un “te quiero” y un “te voy a matar”, hay sinfín de pequeños sometimientos: “¿con quién has quedado?”, “yo te quiero más que nadie”, “¿por qué vistes así?”, “esa falda es muy corta”, “tú a mí no me toreas”, “si lo hago es porque te quiero”, “no lo volveré a hacer”, “aquí mando yo”. Esta escalera de violencia —término metafórico que suelen utilizar los expertos— está de sobra estudiada y se muestra claramente a los adolescentes en los talleres sobre prevención de violencia machista que se imparten en los institutos. Estas actividades son relativamente recientes, no se hacían años atrás, y, sin embargo, cuando hablo con profesores veteranos, todos me dicen lo mismo: sí, se ven cosas que no se veían antes.
Que el machismo entre los adolescentes ha aumentado es cierto, tanto en los fríos datos como en la realidad palpable; determinadas estadísticas solo confirman sensaciones que se tienen en la calle o, en este caso, en el aula. Parece que hay conquistas que ceden al asedio de un machismo que, amenazado, se sacude con fuerza. Pero ¿por qué?, ¿de dónde?
        Ocho y media de la mañana. Clase de Segundo de Bachillerato. Les planteo el asunto: “los datos demuestran que el machismo en gente de vuestra edad ha aumentado. ¿Por qué?”. No se trata de saber si es así o no (ellos difícilmente podrían percibirlo, pues carecen de perspectiva, al igual que solo se ve que la Tierra es redonda desde el espacio). Las respuestas van cayendo y el coloquio se anima. “El reggaetón, que dice cosas muy machistas”, “las películas, que te hacen ver que el chico te tiene que salvar”, “es que está claro que las mujeres lo tienen más difícil para todo”. Pero pienso que ellos y ellas cuentan con modelos positivos que antes eran escasos, mujeres fuertes, que toman la iniciativa y que protagonizan su propia vida, tanto en la ficción como en la realidad; sus profesoras, sin ir más lejos; Anna, la heroína de Frozen; arquitectas, empresarias…
        La duda continúa ahí: ¿por qué? Sigo pensando en ello y un par de ideas asoman como punta de iceberg: la primera es que tengo la intuición de que estas chicas, las de la clase con la que hablo, ya se han salvado. Ellas y ellos lo tienen claro. Un punto para la educación. Sin embargo, sé en qué clases podría preguntar y las respuestas no serían tan claras. Emerge la segunda idea. Al final, siempre pagan los mismos. Sabemos que el machismo está presente en todos los estratos sociales, pero también podemos intuir en qué ambientes familiares y sociales la llama prenderá con más facilidad.
Planteaba una amiga psicóloga la siguiente metáfora al respecto: cuando llega la adolescencia, los chicos colocan sus valores en una estantería como si fueran muñequitos de peluche. Después, sacan una escopeta y disparan. Los que sobreviven se quedan con ellos para toda la vida. El problema está en que ocurre que algunos llegan al instituto con las estanterías ya ocupadas por monstruos y es difícil echarlos de ahí. Otros las tienen vacías y tampoco es fácil llenarlas. Se puede, en los dos casos, claro que se puede y, de hecho, se hace. Cada vez que se consigue es un gran éxito silencioso, una gran victoria sin himnos. Sin embargo, cuando el desprecio hacia la mujer está arraigado en el esquema de valores de un adolescente, es difícil expulsarlo o compensarlo. Cuando el machismo llega ya impuesto desde la familia y el entorno social más cercano, la escuela debe derribar tantos muros que a veces se queda en el arañazo. Además, a menudo coincide con que son chicos que no acaban de encajar en el sistema educativo, por lo que rechazan con vehemencia todo lo que provenga de él. 

Me voy de la clase recordando lo que suele repetir José Antonio Marina: debe educar toda la tribu. Tal vez algún día acabe siendo así y la educación ocupará el primer puesto en las preocupaciones de los ciudadanos y en el interés de todos los órganos de poder. Hasta entonces, y como siempre, los profesores seguiremos ahí, en la trinchera contra la desigualdad y la discriminación, sin saber bien qué decir cuando se nos acusa de tener demasiadas vacaciones. O callando por mera educación.
 
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