ANTE
EL CANTO A LA CENIZA, DE ÁNGEL ANTONIO RUIZ LABOY (Artículo)
Daniel
Torres
Escritor,
crítico literario y catedrático de Literatura en la Universidad de Ohio
Autor
de otros poemarios como Anzuelos y
carnadas (a cuatro manos con Xavier Valcárcel) (2009), El tiempo de los escarabajos (2011) y Hemisferio de la sombra (2014) (Premio Nacional del Instituto de
Cultura Puertorriqueña), ante Canto a la
ceniza (2016), Ángel Antonio Ruiz Laboy llega al cénit de su carrera de
joven poeta y se instala en las letras puertorriqueñas y del Caribe con derecho
propio.
El escritor fue ganador del Premio
Nuevas Voces del Festival de la Palabra en 2012, y del Premio de Poesía El
Nuevo Día en 2015 por el poema “Canto a la ceniza” que da título a este
poemario. La primera parte del mismo se
titula sugerentemente “Humo muerto”. En
las palabras liminares, “Invitación al libro”, el poeta español José Ovejero
nos dice: “lo innombrable es lo más incierto, y nos tortura y nos consume
porque se nos queda dentro como un quiste.
Sólo poemas como los de Ruiz Laboy nos permiten extirparlo y nos dan un
alivio, aunque sea pasajero, de perder ese peso que nos lastra”. No es casual que Ovejero titule “Invitación
al libro” sus breves comentarios introductorios porque hace una referencia
intertextual, y un guiño al lector de la isla, dado que el título del poemario
canónico gay del poeta Manuel Ramos Otero fue Invitación al polvo. Hay
aquí un paralelo interesante entre la literatura de un joven poeta como Ángel
Antonio y su lectura velada de Manuel.
Desde el primer poema asistimos a
este acto de extirpar lo que nos molesta: “allí donde juré haber sembrado un
árbol/ duelen las cicatrices fútiles en la tierra// queda sólo el tatuaje de
una sombra/ y la piel de la semilla casi intacta” (“juramento”). El uso de la minúscula en todo el libro da
pie a una experimentación con las formas que se hace eco en el decir
contrapuntístico de la expresión. Dicho
de otro modo, la aparente sencillez de los versos como meras líneas sueltas e
interconectadas va tejiendo un discurso poético que habla de ausencias y
carencias: “allí donde juré haber sembrado un árbol/ cavé una gruta/ lloré mi
sed// allí donde juré/ sembré cenizas” (“juramento”). Las cenizas no se siembran, pero aquí se
hacen semillas para retoñar en el dolor contenido de la pérdida que la voz
poética describe en sus poemas. Se trata
de ese acto de extirpación al que se refiere Ovejero.
Dedicado “a Luis Félix,/arquitecto
de la llama, cómplice del fuego”, Canto a
la ceniza de Ángel Antonio Ruiz Laboy, en sus dos partes (“Humo muerto” y
“Canto a la ceniza, La Habana, Cuba”), rememora ese Tú esencial de la poesía
amorosa por medio de las metáforas de la hoguera y el calor, la llama y el
fuego, de lo que fue y ya no es, y no será o sigue siendo; y permanece en el
recuerdo de un Yo que habla: “el agua que no fuimos y florece/ la sed de los
desiertos/ la voluntad del trueno/ el silencio de los peces/ y los incendios
sobre la promesa de los mapas// no se es” (“semilla incendio”). Esa semilla que “puede ser el mapa de un
país” o el origen de esa “cartografía [que] se incendia” es la tónica de la
primera parte. En la segunda parte, el
hablante lírico aterriza su verbo en un referente preciso, en La Habana, Cuba,
y el eco caribeño de una isla a otra, de San Juan de Puerto Rico hasta La
Habana nos va llevando de la mano a través de poemas numerados en números
romanos en minúsculas (i,ii,iii, etc.) continuando esa experimentación con las
formas mencionada más arriba. Los versos
son una serie cerrada de palabras que enumeran los pasos que da el Yo para el
encuentro y el desencuentro con el Tú
al que le habla. Por momentos se hace un
Nosotros: “será que habremos
cabalgado todas nuestras posibilidades” (ii) o interpela y demanda: “súmate a
mis dedos/ y abramos el hueco que posa frente a una mancha// este es, de los
minutos/ la hora más sensible” (vi) para desembocar en la promesa de una
bandera que nombre a los dos amantes: “prometo una bandera que nos nombre/ que
bien será un papel con un hueco y una mancha/ o bien será el recuerdo de los
dioses/ que amamantamos con jengibre/ la primera de todas las noches que
dolimos/ el dolor sin fin de nuestros cuerpos” (xxv).
La incertidumbre del amor se instala
en estos poemas: “ha pasado la hora de los pasos en falso/ sobre la turbidez
del agua// quién encenderá las luces de los faros/ que guiarán los no caminos
que se traga el mar” (xii), y hay una premura de instigar a la acción concreta
más allá de los tanteos, a que se encienda la luz en la oscuridad de los viajes
para llegar a puertos seguros. Ruiz
Laboy hace homenaje a dos poetas puertorriqueñas del canon, a Julia de Burgos y
Ángela María Dávila, al parafrasear y reescribir muchos de sus versos, como
éste que recuerda a Dávila (su poemario Animal fiero y tierno): “aunque hemos
sido siempre ese animal/ que no es fiero ni es tierno” (xv). El uso de la tea o antorcha en otros poemas
tiene ecos de “la tea en la mano” que lleva Burgos en “A Julia de Burgos”,
poema paradigmático donde la hablante lírica afirma su condición de mujer
libre. Ruiz Laboy se mira en el espejo
del discurso poético nacional para asordinarlo con la relación hombre a hombre
de sus escritos, por medio de la naturaleza: “de este imperio de mangles que
sodomizan/ las únicas raíces que nos quedan moribundas// dime si no es esta la
peor de las fatalidades:/ apostar al futuro en una isla y saber/ que hemos
desplumado todas nuestras alas” (v).
Esta muerte está presente desde el epígrafe de Roque Dalton que abre el
poemario y dirige la lectura: “Es hora de decirte/ lo difícil que ha sido no
morir”, y resuelve el enigma final: “ahora repiten como un mantra/ que es hora
de decirnos/ lo difícil que ha sido no morir” (xxv). Se trata de una reescritura deliberada de la
antipoesía conversacional hispanoamericana a la que poemas como Taberna de
Dalton se suscriben. Ruiz Laboy es mucho
más lírico y no consiente en su verso un “desliz” de prosaísmo, así ha sido en
sus poemarios anteriores, pero hay aquí un cambio en su estilo que incorpora
otras lecturas, y le permiten jugar mucho más que antes con el lenguaje
poético: “propongo que huyamos de la niebla/ y presiento que de la niebla no
hay salida/ propongo la luz de nuestros hombros/ y se esconden las estrellas/
como lámparas que saben cubrirse las espaldas” (xvi).
La publicación de este libro en Isla
Negra Editores, casa editorial antillana y alternativa con una trayectoria de
unos 25 años, consagra a Antonio Ruiz Laboy como uno de los poetas más
importantes del quehacer literario en Puerto Rico.