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El maestro encubierto en medio de la Poética de una generación

jueves, 24 de noviembre de 2016


Por ALEXANDER ANCHÍA VINDAS

Corrían los años noventa en mi país, cuando cierto diario de circulación nacional sacó unos libros en formato periódico llamado Periolibros. No pude comprar toda la colección, pero como muchacho aún adolescente compré el que tocaba ese día y el título del Perio-Libro era Poemas Humanos, un hombre delgado sosteniéndose el rostro en sus manos era la foto que había y su autor era Cesar Vallejo.
Tomé el libro Poemas Humanos no comprendiendo en ese momento su trascendencia, el barranco que implica lanzarse en picada tras los pasos del Verso Libre. Pensaba: “Este es uno de esos locos que escriben para sí mismos”.
A lo largo del tiempo durante mis veinte y el inicio de los treinta años, viví con los prejuicios sobre Vallejo: que si se trataba de un autor muy denso que quizás escribía para sí mismo… y todo eso.
Pero ¿por qué el joven Anchía no habrá entendido a Vallejo en los albores de su creación, y así muchos jóvenes creadores costarricenses de ese entonces? Primero de todo es necesario comentar que los textos humanísticos de aquel entonces en las universidades costarricenses solían asociar a los autores relacionados con el descubrimiento de América y a ciertos escritores en boga latinoamericanos. En aquel tiempo, poetas como Neruda, como Octavio Paz y como Cesar Vallejo estaban de moda; también comenzaba a florecer la novela histórica en aquellos días, por ello El Arpa y la Sombra, de Alejo Carpentier era sin duda un libro de consulta, luego La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, Gringo Viejo, de Carlos Fuentes… por citar algunos.
Ya desde ese entonces se forjaba en el imaginario popular que la Poesía era un arte obsoleto, decadente y elitista apenas para unos cuantos devotos; tal premisa fue creciendo y pasando a ser casi una ley científica conforme se asentaba este tiempo banal y posmodernista en el que transitamos.
Yo crecí de espaldas a Vallejo,  influenciado por otras corrientes, pero, sin querer, compartiendo con Vallejo una vida interior atormentada por la incomprensión de crear poesía en un mundo lejano a ella, con la sensibilidad hacia el dolor propio y colectivo, adentrándome gracias a mi maestro el escritor Alvaro Mata Guillé por los caminos del verso blanco.
Luego, muchas cosas de la biografía de Vallejo las viví, de algún modo, igual sin conocer a fondo de su obra; seguí buscando al interior del ser humano, de sus contradicciones, de sus apuestas. Vallejo, lobo solitario fue sin duda un gran humanista, un incomprendido, profundamente torturado por la condición humana, ya los poetas dejaron de vivir las luminarias de siglos anteriores y se retorcían en su profunda soledad.
No fue sino hasta el reciente Encuentro de Poesía “Tras las Huellas del Poeta”, realizado en Chile, cuando un nuevo amigo de la poesía el poeta argentino Fernando Gabriel Vaschetto, quien en un baño público camino del Valle del Elqui llamó mi atención diciendo que mi poesía le recordaba a la de Vallejo.
Sus palabras causaron un eco de días que no comprendía, pero que me hicieron caer en la cuenta. Después, un día, tras regresar de Chile, se concatenaron factores y un providencial correo de Ciudad Seva, sitio web que dirige el portorriqueño Luis López Nieves, llegó con la explicación necesaria, era un poema de Vallejo, “Los Heraldos Negros”, y así como en el pasaje bíblico de Emaús,  los discípulos conocieron el rostro del Maestro, fue hasta ese momento en que comprendí que todos estos años en mis espaldas cargué las huellas del maestro oculto y copio parte de ese poema que me hizo ver y comprender por quién estuve influenciado tantos años. Salve Maestro Vallejo por toda la eternidad:
LOS HERALDOS NEGROS
HAY GOLPES EN LA VIDA, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!”


 
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