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CRÍTICA TEATRAL. LA TERNURA. 'CON EL VIENTO EN LAS VELAS'

miércoles, 3 de mayo de 2017













RAÚL GALACHE GARCÍA
Escritor, profesor y crítico literario
La Ternura
Texto y dirección: Alfredo Sanzol.
Teatro de La Abadía.
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                "Desde primavera de 2016 empezamos a trabajar sobre la comedia en general y sobre Shakespeare en particular", dice Alfredo Sanzol. El resultado es "esta comedia romántica de aventuras en la que intento contar que nos podemos proteger del dolor que produce el amor". Cualquiera que conozca la obra del autor inglés identificará en La Ternura los elementos shakesperianos de los que Sanzol se vale: la estructura de la acción, los resortes de la trama, las comparaciones extensas y audaces, las antítesis, las metáforas, las enumeraciones, la prosa y el verso... En fin, en esta propuesta se respira el aliento del Bardo desde el principio hasta el final. Por eso, decía, es sencillo reconocer a Shakespeare en La Ternura, porque está hecho con tal propósito y porque está bien hecho. Cuestión más difícil es explicar lo que ocurre sobre el escenario de la sala José Luis Alonso del Teatro de la Abadía durante las dos horas de función. Sin dejar nunca la sombra del autor inglés, Sanzol se eleva sobre ella, hasta el punto de que, pasado un tiempo, uno ya ha olvidado si el texto es del siglo XVII o del XXI, si es un traducción o no, si estamos ante un homenaje o una deuda; en fin, nada de eso importa. La obra fluye por sí sola y envuelve, como el manto de la noche que suspende la luz de la razón, al espectador en su trama agitada, en sus juegos y equívocos, en el encanto de sus personajes y en la caricia de sus palabras.
                El argumento no puede ser más shakesperiano. Siendo Rey de España Felipe II, una madre y sus dos hijas viajan con la Armada Invencible camino de Inglaterra, donde las dos hijas han de casarse con nobles ingleses a los que no conocen. La madre, conocedora de poderes mágicos, convoca una tempestad a la que sobreviven solo ellas tres, pues es el deseo de la progenitora escapar de todos los hombres del mundo a una isla desierta que hay por allí. Pero mire usted por dónde que en la tal isla habitan tres hombres: un padre y dos hijos, que, por deseo del padre y del hijo mayor, llevan veinte años allí recluidos, huyendo de las mujeres. A partir de aquí, el embrollo está servido: cambios de identidad, equívocos, dobles sentidos, elementos mágicos, amores, desamores, etc. La tempestad, Noche de reyes, El Sueño de una noche de verano, Como gustéis, Trabajos de amor perdidos... todas ellas están ahí (sus títulos, de hecho, en las voces de los personajes), pero no como piezas encajadas a martillazos ni como las piedras de un templo antiguo mal reconstruido, sino como el viento que empuja las velas de una nave nueva y audaz, ágil y  desenvuelta; una idealización de la comedia isabelina para espectadores de hoy, que sentirán el mismo hechizo que los del pasado en el teatro El Globo. La Ternura viene a mostrar que el amor, con su luz avasalladora, rompe los prejuicios que nos han echado incluso antes de nacer.
                Tan acertado es el texto como la puesta en escena. La iluminación, discreta y poética, sustenta la acción y seduce al espectador; la escenografía le sirve de lienzo: tres altos arcos acabados en bóvedas semicirculares y un suelo que adquieren los tonos azules de la ensoñación; el vestuario es eficaz, más atractivo en el caso de ellos (por su indefinición temporal) que en el de ellas (¡que visten como en el siglo XVII!; ¡oh, milagro!).
                Pero en el teatro ocurre que todo puede disponerse de la mejor manera y, aun haciéndolo, si los actores fallan, la obra es una ruina. No es, obviamente, el caso. Habría que emplear muchas palabras para dar cuenta cabal del buen hacer de cada uno de ellos. Muestran todos un trabajo cuidadoso, bien resuelto en cada palabra o gesto, limpio y entregado. Los personajes atraviesan un recorrido de emociones que va de la reflexión al paroxismo y los actores dan cuenta de todas con el mismo acierto. No sería justo destacar el trabajo de alguno sobre los demás, porque lo que funciona en La Ternura es el conjunto, el equipo; seis grandes artesanos que unidos hacen arte. La mejor muestra de ello es la escena del humo mágico, que los agita y revuelve en un amasijo de carne. ¡Brillante!
                Al final, el público dio uno de los aplausos más largos, emocionados y, sobre todo, agradecidos que uno recuerda. Porque, tras ver La ternura, lo que uno siente es eso: agradecimiento. Tanto que no oculto que el final se me hace algo precipitado, o que me hubiera gustado ver a un Puck diciendo aquello de "si nosotros, vanas, sombras, en algo os hemos ofendido...". No; claro que no hay ofensa ni agravio. Cómo iba a haberlo cuando se nos regalan durante dos horas la elegancia, la sutileza y la inteligencia de las que el día a día nos priva. No; claro que no. Solo nos queda daros nuestro aplauso y que quedemos como amigos.
 
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