El pasado día 11 de
octubre se desarrolló un nuevo capítulo de la larga serie lírica “La Rioja
Poética”, un ciclo dirigido y apuntalado desde hace ya mucho por la poetisa y promotora
cultural Rosario de la Cueva, quien evento tras evento crea una atmósfera harto
propicia para la recitación que siempre acontece subsiguientemente. Decía el
poeta Luis Antonio de Villena que la poesía de Joaquín Sabina se le antojaba
menos lírica que algunas de sus canciones, cosa que comparto y que, asimismo,
me ocurre con doña Rosario: sus discursos de presentación de los vates que por
allí pasan poseen un componente poético que alcanza estadios de sublime lirismo
fascinadores; en cambio, su poesía es más contenida, de un impecable corte
neoclásico muy en sintonía con la propia sede del Centro Riojano de Madrid. La
emoción la hallo más en las imágenes alucinadas, hondas y conmovedoras de las
prosas líricas que son sus opúsculos introductorios a la obra de otros poetas,
que en su misma poesía. Su poesía es pulcra, vívida, sincera… pero, a mi manera
de ver, no logra en ella la emoción y el latido que erige en sus palpitantes
discursos, portadores estos de unas imágenes de gran audacia tropológica y
condensadoras de un notorio placer por acoger en el cenáculo que señorea
diestramente a los más diversos e irregulares versificadores, sabedora de que,
al margen del talento que estos porten, acuden con un número incuantificable de
ilusiones en la faltriquera de sus respectivos sentimientos, muchos de los
cuales trasvasan a sus piezas.
El
recital del pasado martes siguió el guión habitual, doña Rosario presentó al
poeta en cuestión (en esta ocasión tocaba el turno a Eduardo Velázquez
González) apuntando cosas como que la poesía nos acogía en sus brazos
entrañables aportándonos el resguardo oportuno cuando se trata de sortear las
embestidas de un mundo agreste y emponzoñado en lo trivial.
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