El
profesor y crítico Raúl Galache reseña la magnífica disección
teatral que José Luis Gómez a su vez lleva a cabo del clásico “La
Celestina” en La Abadía dentro del ciclo de la Compañía Nacional
de Teatro Clásico.
Crítica
teatral
Todas
las voces de La Celestina
Celestina
Fernando
de Rojas
Dirección:
José Luis Gómez
Coproducción
de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Teatro de La Abadía
Como
la buena música, un buen espectáculo teatral entra en el espectador
para quedarse; deja su huella en algún lugar entre la memoria, la
inteligencia y la sensibilidad. Así sucede con esta Celestina
de José Luis Gómez, una coproducción de la CNTC y el Teatro de La
Abadía.
La
Celestina es un clásico –atemporal, pues- cuya gestación está
fuertemente enraizada en sus circunstancias de creación.
Precisamente uno de los aciertos del montaje es mostrar esa dualidad.
Así, el escenario se presenta con pasarelas colocadas a distintas
alturas que crean estrechos pasillos. Lo que una veces es muro y
otras torre o balcón se convierte en buena parte de la obra en las
callejas de una ciudad española de finales del siglo XV. Por ella
pululan sombras encapuchadas de clérigos, mendigos, rufianes y
curiosos, un mundo en continua observación, en escucha incansable,
atento siempre a los posibles traspiés de los conversos o a la
delación de las brujas. El espacio escénico es seco, metálico y
negro, versátil y evocador, muy al estilo de La Abadía, con algunas
tripas al aire (focos, cables, tubos), un uso frecuente de poleas y
gusto por el simbolismo. Contrasta y desentona con el negro
predominante un suelo de madera barnizada, con trampillas que
facilitan espacios, entradas y salidas; se dispone en un plano
inclinado hacia el espectador, como si la caída amenazara de
continuo a los personajes. En consonancia con la escenografía, la
iluminación apoya o resalta elementos, crea ambientes o lugares y
marca tránsitos temporales eficazmente. Van encajando así las
piezas de este montaje, donde juega un papel relevante el espacio
sonoro. Ruidos extraños e inquietantes aparecen de cuando en cuando.
A menudo parecen subrayar las muchas blasfemias de los personajes,
otras tienen un cierto eco de augurio o de premonición. En todo
caso, es un recurso de fuerte valor expresivo que no pasa inadvertido
a quien le busca un sentido, pero que no impide que la trama se
complique y desenvuelva. Gusta el vestuario, que combina elementos de
la época con otros actuales, en una extraña mezcla que resulta
original, coherente y de buen gusto. Todos los elementos no verbales,
en suma, lanzan mensajes al espectador de un modo u otro: desde los
meramente narrativos a los que precisan de interpretación.
Y
es que es mucho lo que se busca decir, como si se quisiera dejar tan
satisfecho al catedrático como al muchacho de la ESO. Todo un
acierto el lograrlo, si bien, en ocasiones, la intelectualización
resta intensidad a unos hechos, los de esta tragicomedia, brutales y
conmovedores. Del mismo modo, hay ciertos excesos que desentonan como
piezas mal cortadas de un puzle. Es el caso de algunos subrayados con
demasiado protagonismo (una tela negra con la estrella de David entre
llamas cuelga unos minutos y luego desaparece); o del muñeco que
hace las veces de Calisto, que queda suspendido durante veinte
minutos; o de la hilaridad que despierta en el público la muerte de
Celestina; o la entrega de Melibea a Calisto, que más parece una
violación que un acto de amor, que sí es para ella. Ahora bien, el
espectador no olvidará el vuelo final de la amada, una de esas
imágenes sencillas y poéticas que erizan la piel y el alma.
Sea
como fuere, el teatro, al fin y al cabo, es texto y actores.
Precisamente, el paso de la palabra escrita a la dicha es digno de
análisis profundo. Se percibe un trabajo prosódico admirable. Y es
que se tiende a pensar que solo el verso requiere ritmo, y no es así.
La prosa tiene su propia cadencia, más aún la de Rojas, que combina
períodos largos y elevados con réplicas breves y populares. Se
aprecia delicadeza no solo en la dicción, sino también en el ritmo
de las oraciones, en la melodía de la sintaxis. Hay detrás de la
aparente naturalidad un cuidado tan sutil como el que requiere el
verso clásico; y la prosa es aun más difícil, pues ha de conocerse
profundamente la lengua para oírla tan certeramente. El mismo
conocimiento vemos en la dramaturgia, trabajo de Brenda Escobedo y
del propio director, que prescinde del tratado de Centurio y deja a
Celestina ocupar el centro de la trama.
Sabiamente
dirigidos, los actores dejan hablar a sus personajes como quienes
son. No se busca la originalidad estéril que otras veces estropea un
clásico, sino destacar la motivación principal de cada uno de
ellos: la lujuria de Calisto, el amor de Melibea, la avaricia de
Celestina o la deslealtad de Sempronio. Ninguno brilla; más bien,
todos alumbran.
En
fin, José Luis Gómez ha buscado un montaje donde todas las voces de
La Celestina encuentren su espacio: la de un autor que busca
la reprensión moral, la de unos personajes que no se creen tal
mensaje, los rumores de las gentes del siglo XV y hasta las
interpretaciones de la crítica. Nada se le dice al espectador, pero
todo se le sugiere.
Al
final, lo que nos queda es salir del teatro y seguir gozando de la
vida en este valle de lágrimas.